Por: Jenaro Artiles
En: La Habana de Velázquez
Tres caminos clásicos partían de La Habana desde muy antiguo, poniéndola en comunicación, a través de las estancias y de las huertas próximas, con el resto de la isla: el camino de Guanajay, el de Matanzas y el de Batabanó, o sea los caminos hacia occidente, oriente y mediodía. El de Guanajay atravesaba el río de La Chorrera por los puentes tendidos sobre ella, en la confluencia actual del Almendares y el Arroyo del Mordazo, que contaba también con otro puente de menor tamaño, esto es, los Puentes Grandes de nuestros días (83).
Probablemente, en los primeros decenios de la vida de La Habana, era uno solo el camino que, entre mayor o menor número de veredas y de travesías que unían mar con mar, salía de la villa hacia tierra adentro, bifurcándose en las cercanías inmediatas del poblado en los caminos de Matanzas, que debía partir del central hacia el cruce de las calles de Galiano y Reina, para seguir la dirección de las actuales calzadas de Monte y Jesús del Monte, y el de Batabanó-Guanajay, que continuaba al poniente. Esta suposición se funda en la topografía del poblado primitivo, comprimido, angustiado entre dos ciénagas, la que después se llamó de San Ignacio, por la parte de la Catedral y abierta al mar por el antiguo Boquete, y la del Cerro, que cerraba casi totalmente por el sur y sureste la villa y había que atravesar, para salir a Guanabacoa y hacia Matanzas, por unos puentecillos, que en un tiempo fueron el de Chávez y el de Agua Dulce y más tarde ha llegado a ser el de Alcoy, bastante más allá de lo que fué la ciénaga (84). Por otra parte, y esto desviaba el camino hacia el fondo de la bahía, las estribaciones de la actual loma del Príncipe llegaban ladera abajo a las últimas casas de la villa en forma de barranqueras más o menos profundas, que fueron desapareciendo con el tiempo absorbidas por huertas de labranza primero y por casas en nuestros días. Y lo que no comprimían las ciénagas y los barrancales, lo apretaban los bosques de la parte norte “vedada” y las huertas que hasta nuestros días casi cubrían toda la zona que a partir del Paseo del Prado ocupan hoy las calles de San Lázaro y demás paralelas, de norte a sur, hasta Reina juntamente con sus transversales hasta Belascoaín.
El camino de Guanajay continuaba hacia el suroeste corriendo probablemente por la izquierda de la falda de la loma del Príncipe, en dirección a la salida actual para Rancho Boyeros, para torcer a la derecha en busca del río Almendares, en las cercanías del cruce de aquella salida con la Calzada de Puentes Grandes.
A partir de aquí, el camino de Guanajay continuaba por la falda posterior del lomerío del poniente de La Habana, bordeando la ciénaga de Zapata hasta el río por la confluencia con el Arroyo del Mordazo. Desde allí se empinaba violentamente, al otro lado, en busca de la altura de la Ceiba para continuar, Marianao adelante, por Arroyo Apolo y Caimito hasta Guanajay y el corral de Artemisa. Este fué más tarde el Camino de la Vuelta Abajo y de Filipinas y nuestra carretera de Pinar del Río (85).
Desde muy antiguo se levantaron puentes para el paso del camino de Guanajay por La Chorrera: uno de escaso ojo sobre el Arroyo el Mordazo, y otro de mayores alientos y de cierta pretensión, que enlazaba las dos riberas del Almendares, aparte otros portezuelos que comunicaban una y otra banda más arriba donde existían labranzas y corrales, y algunos otros pasos corriente abajo.
Aquellos recibieron bien pronto la denominación de “Puentes Grandes” de La Chorrera, y algunos islotes que había en medio de la corriente por allí, algunos de los cuales se conservan, se llamaron “Cayos de la Chorrera”. La alusión más antigua a estos puentes que he encontrado es de 1627. Eran entonces de madera y el alcalde Diego de Soto (el joven) da cuenta en cabildo de que ha examinado el arreglo de “los puentes de La Chorrera” que se encargó al carpintero Francisco González por dos caballerías de tierra, y dictamina que está bien hecho. El cabildo, visto este informe, aprobó la obra y la merced ofrecida por ella al carpintero González (86). Al año siguiente, en cabildo de 18 de febrero de 1627, se mercedaron a Melchor Casas “los Cayos de las Puentes de la Chorrera” de que se acaba de hablar, merced que contradijo Alonso Vivas de Saavedra, habiéndose visto y resuelto el recurso en cabildo de 10 de diciembre siguiente (87).
Estamos indudablemente en presencia del embrión de nuestros Puentes Grandes, entonces todavía de madera y llamados más comúnmente Puentes de La Chorrera. Y de madera continuaron y expuestos de continuo a avenidas y ciclones todo un siglo más. Durante este tiempo fueron cambiando de denominación los puentes de La Chorrera, a medida que iban apareciendo los otros pontezuelos a que nos hemos referido hacia arriba y hacia abajo, todos más pequeños, por la pomposa Puentes Grandes que conservan en la actualidad.
Ya se llaman Puentes Grandes en 1720 al tiempo que el presbítero D. Lucas Franco presentó en el cabildo una instancia pidiendo se le abonaran 57 pesos que había gastado en el arreglo de “las Puentes Grandes del río de La Chorrera”, destruidos por una crecida, según se nos dice en el acta de 4 de noviembre de 1729, en que reitera la petición formulada nueve años atrás, por no habérsele pagado todavía la cantidad invertida (88).
El que los puentes se hayan caído arrastrados por una avenida del río en 1720 y lo exiguo del costo de su reparación son pruebas de que eran todavía de madera en esta época.
Este mismo argumento del precio nos autoriza a pensar que en aquel año de 1729 se hizo un arreglo de grandes proporciones en los puentes, obra que consistía fundamentalmente en madera también, aunque con alguna fuerte estructura de piedra en sus basamentos, puesto que se eleva el costo a bastante más de mil pesos: el 24 de noviembre de 1730, el maestro carpintero Felipe de Oliva, que se había encargado de la obra de los Puentes Grandes y de la del Mordazo, por remate que hizo ante los comisarios del mismo, en 1,260 pesos, se queja de que sólo ha cobrado 1,011 y pide se le complete el total de lo convenido “porque se le restan doscientos y cuarenta y nueve pesos” (89). Y todavía el 15 de marzo de 1731 encontramos a Oliva reclamando al Ayuntamiento el pago de los 249 pesos que le adeuda, no obstante haber acabado la obra hace más de dos años (90). Es decir, que en 1729 se llevó a cabo una obra importante que no puede ser sino de reconstrucción de los Puentes Grandes, a juzgar por las formalidades de subasta que precedieron y por el precio que costó. Felipe Oliva andaba todavía en gestiones de cobro por los meses de abril y mayo de aquel año, según se desprende de la lectura de las actas de los días 6 de abril y 11 de mayo.
Unos treinta y cinco años después, en 1767, ya estaban de nuevo arruinados y en muy mal estado los Puentes Grandes. El 11 de diciembre de este año encontramos el siguiente acuerdo, que conviene reproducir íntegramente:
“En este cabildo los expresados señores capitulares, vnánimes y conformes, en consideración al deplorable estado de las Puentes Grandes y a lo indispensable que es evitar se arruinen o demuelan enteramente por ser el tránsito preciso de la maior parte de la banda de sotavento, acordaron que se participe a el Excmo. Sr. Governador y Capitán General para que su excelencia, enterado del beneficio que resulta a este público, se sirva expedir las providencias que sean conformes y eficaces para la pronta composición de dichas Puentes” (91).
Responde el acuerdo transcrito a deliberaciones anteriores en vista del mal estado general de los caminos, puentes y obras públicas y a la obligación en que por las leyes del reino estaban los dueños de haciendas e ingenios, de repararlas a su costa, previo censo y “repartimiento” de las cantidades necesarias. El cabildo habanero discutió este extremo y tomó acuerdos en las sesiones celebradas el 31 de enero, el 20 de febrero y el 14 de noviembre de 1766 (92), habiendo acordado en la última de las indicadas fechas designar al regidor D. Cristóbal de Zayas Bazán “sujeto en quien concurren quantas circunstancias se pueden desear para efectuar obra tan importante al público“, por intendente de las obras públicas en proyecto, que en definitiva se reducían al arreglo de puentes y en especial los Puentes Grandes. En la sesión del 20 de febrero habían presentado los regidores D. Laureano Chacón y D. José Cipriano de la Luz, que previamente habían sido comisionados para ello, el censo de hacendados y dueños de ingenios de la jurisdicción de La Habana (93).
Dada cuenta de todo al Gobernador Bucareli, éste, remite al Ayuntamiento, en comunicación de que se dio cuenta en la sesión de 27 de enero de 1769 (94) el plano, presupuesto y repartimiento que se propone entre los hacendados para la construcción de los Puentes Grandes, el del Mordazo y sus calzadas, cuyos gastos ascienden a la respetable cantidad de 20,265 pesos que “se consideran precisos para esta importantísima obra, encargada al celo y actividad del caballero regidor Dn. Cristóbal de Zayas Bazán”, precio que muestra claramente la categoría y envergadura de la obra en proyecto, que no podía indudablemente ser ya de madera. En la sesión celebrada por el Ayuntamiento al día siguiente, 28 de enero, recayó acuerdo aceptando el plan y reparto de Bucareli, al que deben contribuir todos los vecinos de la zona del poniente del río de la Chorrera.
Esta es la fecha de la construcción de los Puentes Grandes, antecedentes inmediatos de los de hoy, y obra a la que va unida, como acabamos de ver, el nombre del bueno de D. Cristóbal de Zayas Bazán, que estuvo encargado de impulsarlas y llevarlas a término feliz. Fué tal la categoría que se atribuyó en la época a los Puentes Grandes, que, con toda la modestia de su estructura que se nos antoja tienen en la actualidad, los habaneros de la época se enorgullecían en 1774, al enumerar el Ayuntamiento los merecimientos del Marqués de la Torre durante su tiempo de gobierno, de que se hubiese acabado en él “el Puente Grande en el río de la Presa, que sobresale entre todos los de América” (95).
La obra, pues, comenzaba en tiempos del meticuloso y honrado de Bucareli, quedó terminada durante el mando del dinámico Marqués de la Torre (que fué para La Habana, en cuanto a obras públicas importantes, algo así como el Carlos III de las Antillas); en sesión del cabildo de 4 de marzo de 1773, el regidor D. José de Herrera y Chacón, entre
los méritos y servicios que pide se le certifiquen de D. Cristóbal de Zayas Bazán, “su suegro difunto“, enumera el de haberse encargado de la “dirección y administración de la obra de la Puente de Agua Dulce… y de la de Puentes Grandes, distantes dos leguas de esta ciudad” (96).
Las obras debidas al Marqués de la Torre y a la solicitud de Zayas Bazán estuvieron motivadas en su última fase, indudablemente, por los destrozos que causó en los puentes el pavoroso “Ciclón de Santa Teresa” (15 de octubre de 1768). Pero no acabaron allí los desastres sobrevenidos ni las reparaciones y obras a que obligaron: un par de años más tarde, entre nueve y diez de la noche del 21 de junio de 1791, una terrible avenida arrasó materialmente toda la zona comprendida entre el Calabazar y los Puentes Grandes ocasionando destrozos en huertas, corrales y viviendas, con pérdida de vidas, y desaparición, no sólo de nuestros puentes sino de todos los de las inmediaciones de La Habana, incluso los de Guanabacoa y Cojímar. Al llegar la avalancha a las Puentes Grandes, leemos en el acta del cabildo celebrado el 27 de junio, “las acometió por su entrada con tal modo, que de los quince ojos que se componen, sólo dejó en pie el trece, que es de quince varas, y el catorce, de seis en sus diámetros, removiendo hasta la primera hilada de los estribos en algunos, que existen en las demás, sólidos y firmes“.
Inmediatamente comenzó la construcción de un paso provisional, encomendada, como comisario del Ayuntamiento, al Regidor D. José Eusebio de la Luz, quien ideó el establecimiento temporal de “un planchón flotante que, pudiendo moverse de alto a baxo sin perder nunca su aplomo, venciese de esta suerte las dificultades que se aquel año. El Gobernador D. Luis de las Casas decretó un impuesto de peaje por el paso del río por el planchón (medio real cada caballería; cuatro las volantas al principio y dos más tarde; dos reales por cada cuatro cerdos y otros dos por cada carreta; los peatones pasaban gratis), con cuyo producto y algunos otros ingresos, se construyó un puente provisional de madera y se arreglaron un tanto las calzadas de acceso al paso, con un gasto de 3,169 pesos.
Pero el lento ciclón del año siguiente, que duró desde el 24 al 29 de octubre de 1792, se llevó otra vez el puente. El Ayuntamiento encargó ahora de impulsar y de vigilar las obras al regidor y depositario municipal D. José de Armenteros y Guzmán, quien tomó el asunto con tanto calor y desplegó tal actividad, que mereció que su nombre quedara perpetuado en la lápida que años más tarde, cuando se dieron por acabadas, se colocó en el puente. No se acometió por entonces, en contra de la opinión del teniente coronel de ingenieros D. Antonio Fernández Trevejos, consejero y asesor en todas estas obras, tanto de Luz como de Armenteros, la empresa de levantar uno de piedra y definitivo, sino otro calificado también y modestamente de “provisional” y que quedó acabado en septiembre de 1793.
Pero el 27 de agosto de 1794 otro temporal se llevó por tercera vez en pocos años “este desgraciado puente“, como se le llama entonces en algún documento oficial. Emprende de nuevo el tenaz y enérgico Armenteros, siempre con el asesoramiento de Trevejos, la tarea de otro puente provisional. Pero no lo era tanto, que no estuviera trazado su plano por Trevejos probablemente (plano que se conserva en las actas del Ayuntamiento de La Habana unido a la del día 9 de enero de 1795, marcado con el número 29 de foliación en el tomo original). Era de madera, hierro y cantería en su estructura, asentado sobre firmes pilares de piedra y cubierto de cascajo el piso. Se acometió al mismo tiempo el arreglo en gran escala de las calzadas de acceso, el terraplenado general y la subida a las alturas de la Ceiba, así como la canalización de la ciénaga y su desagüe hacia el Arroyo del Mordazo, puesto que habían sido los desarreglos de aquélla la causa principal de los desastres anteriores.
Esta fué la “obra grande” del puente, cuyo costo ascendió a 13,048 pesos, precio a que había logrado reducirlo el cuidado y los desvelos de Armenteros, desde los 20,547 (casi lo mismo que las primeras obras de importancia, las de 1769) en que las había tasado Trevejos, y que quedó concluida en abril de 1795 (el puente del Mordazo y desagüe de la ciénaga se acabó hacia mitad de año), siendo inaugurada solemnemente por el Gobernador D. Luis de las Casas en 1796, según nos recuerda una lápida de la época, que andaba perdida y encontró de nuevo hace poco el excelente periodista e incansable investigador Roberto Pérez de Acevedo (97).
Quedó demostrada la solidez de este último “puente provisional” en la avenida del río el 25 de agosto del mismo año, que apenas afectó al puente aunque arrastró contra sus ojos obstáculos que causaron daños de menor importancia.
El 6 de diciembre de 1796 cesó en el mando de la isla D. Luis de las Casas sucediéndole el Conde de Santa Clara. Y en la sesión del Ayuntamiento celebrada el 16 del mismo mes pudo decir con justicia en su elogio el regidor D. Luis Ignacio Caballero, que se le debió el puente provisional de la Chorrera derruido por la avenida de 1791, “y los proyectos próximos de la reedificación del mismo puente“, proyectos y estudios que indudablemente existieron y debió de trazar Fernández Trevejos. Pero otros afanes y otras preocupaciones distrajeron la atención de Santa Clara y de sus sucesores: la guerra con Francia primero, con Inglaterra más tarde, con Francia nuevamente, la invasión napoleónica, los primeros chispazos independentistas, las Cortes de Cádiz, Fernando VII, Riego, el Duque de Angulema, etc. Hasta muy avanzado ya el siglo XIX no se construyó el puente actual (Pezuela asegura que en 1827). Y todavía hubo de sufrir grandemente las consecuencias del temporal de 1844, que derribó parte de la iglesia de la barriada y numerosas casas.
Desde entonces, poco o nada ha adelantado Puentes Grandes en cuanto al monumento que da nombre a la barriada, aunque sí ha crecido el poblado y ganado en importancia con los diversos establecimientos industriales que se han ido levantando en él o en sus inmediaciones (la Papelera Moderna, las cervecerías La Tropical y La Polar, la antigua y aun activa fábrica de fósforos, los viejos molinos del Rey (cuyos restos pueden verse todavía en terrenos pertenecientes a la Tropical), el Bosque de La Habana, que llega a sus cercanías por el norte, etc., etc. Pero merece que se destaque un hecho de gran importancia y que no es desconocido para la generalidad de quienes leen viejas crónicas habaneras: por la misma época, anterior a lo que podríamos llamar “edad del Vedado“, porque hacia esta zona se extendió La Habana, durante la primera mitad del siglo XIX en que comenzó a poblarse de residencias la actual Calzada del Cerro y se convirtió esta parte de La Habana en barriada de lujo de la población, la altura y las brisas de Puentes Grandes, lo sano del lugar y las facilidades de las comunicaciones (estando situado en el camino más importante de los que ponían a La Habana en comunicación con el interior por ser la zona tabacalera de la Vuelta Abajo uno de los principales centros de explotación industrial entonces), hizo que las personas pudientes de la capital eligieran el poblado de Puentes Grandes como sitio de descanso y de temporada especialmente para convalecientes: allí vivió como tal Luz y Caballero y muchas de sus cartas están fechadas en Puentes Grandes, vivió Anselmo Suárez y Romero (98) y de Puentes Grandes son gran parte de sus cartas a José Zacarías González del Valle (99), y otros.
Notas:
(83) Vid. la primera parte, pág. 31 y sigs.
(84) Sobre estas dos ciénagas clásicas que ahogaban en otro tiempo la villa de La Habana hay numerosas referencias en las actas y respecto a la segunda de ellas, la del Cerro e inmediaciones del actual Mercado único no necesita refrescar mucho la memoria de nuestros contemporáneos para recordarla.
En el cabildo de 20 de septiembre de 1577, el Procurador general, Manuel Díaz, presentó la memoria del puente que se había acordado tender sobre la ciénaga de San Ignacio y que se le había encomendado “en el cabildo pasado”, puente que reclamaban los vecinos que vivían de la otra parte. Se acordó construirlo y repartir el costo entre los vecinos (Actas, II, fol. 207 v.-208 v.). Aunque en el cuerpo del acuerdo no se determina de qué ciénaga se trata, en el margen se lee: “Esta es la plazuela de San Ignacio”. Y en el cabildo de 1 de abril de 1756 se acordó vender los materiales sobrantes de la obra del puente de la Plazuela de la Ciénaga, que se acaba de componer y “por donde salen al mar las aguas llovedizas que allí ocurren” (Actas, fol. 55 v.). Se refieren los capitulares, como se ve, al antiguo Boquete. Este arreglo se hizo en tiempos del gobernador Güemes y Horcasitas, según declaran sus testamentarios en 2 de abril de 1757 (Actas, fol. 178 v.). Respecto a la ciénaga del Cerro, las referencias son más numerosas aún, desde los primitivos tiempos de la villa en que los vecinos del fondo de la bahía y de Guanabacoa se quejan de que a causa de ella no pueden acudir a misa, hasta época relativamente reciente en que hay toda una bibliografía acerca de las diferencias entre el Cerro y La Habana por el aprovechamiento de la ciénaga que separaba los dos poblados.
(85) Andando el tiempo, casi en nuestros días, se ha desviado casi todo el tráfico de la Vuelta Abajo por la calle 23 y Calzada de Columbia.
(86) Actas capitulares, copia, fol. 201 v.
(87) Ibid., folio 202 r.-202 v. Cfr. también acta de 10 de diciembre de 1627 en que se resuelve por votos de los regidores el pleito entre Melchor Casas y Alonso Vivas sobre la posesión de tierras en la otra banda del río de la Chorrera, o sea la parte de Marianao actual. (Actas capitulares, tomo VII, fol 248 r.-248 v.).
(88) Ibid., copia, fol. 66 r.-66 v.
(89) Ibid., fol. 221 r.-221 v.
(90) Ibid., fol. 274 r.-274 v. Cfr. también sobre el mismo asunto las sesiones de 6 de abril de 1731 (fol. 277 r.) en que Oliva insiste en la reclamación en atención a que es pobre “y ser trabajo personal”, y la de 11 de mayo del mismo año (fol. 285 r.) en que se acuerda activar el cobro del reparto hecho al objeto para poder pagar al reclamante.
(91) Actas capitulares, tomo XXXI, fol. 332 r.
(92) Actas capitulares, copia, fol. 279 V.-280 r., 286 r. y 434 r.
(93) Ibid., fol. 286 r. citado. Desgraciadamente anda perdido hoy este interesantísimo censo, como lo está el aun más interesante mandado confeccionar a D. Antonio Rumbo de todas las mercedes concedidas por el Ayuntamiento, aunque no se debe desesperar de dar algún día con ellos.
(94) Ibid., fol. 333 r.-334 r.-334 v. He aquí el texto del oficio de Bucareli:
“Muy Sr. mío: Paso a la vista de Vds. el plano que he hecho formar para la construcción de las Puentes Grandes, la del Mordazo y sus calzadas, con un repartimiento extensivo a todas las haciendas de ganado, ingenios, trapiches, estancias, potreros y carboneras de la parte occidente del rrío de la Chorrera, su producto 20.265 pesos, que se consideran precisos para esta importantísima obra encargada al celo, etc.”
El plano no figura desgraciadamente unido a las actas como debiera estar. Este mismo asunto se había tratado por el Ayuntamiento en sesiones de 31 de enero, 20 de febrero y 14 de noviembre de 1766, y en la de 28 de enero de 1769, después de haber sido aplazada la discusión del oficio de Bucareli presentado el día anterior, se tomó el acuerdo de ratificar los acuerdos y deseos de que se arreglaran los puentes expresados en las sesiones citadas de 1766 y el que se recoge en el texto referente al nombramiento de Zayas Bazán.
(95) Actas capitulares, copia, fol. 12 v., sesión de 14 de enero de 1774. Quítese al acuerdo la hipérbole de considerar los Puentes Grandes de La Habana como sobresalientes “entre todos los de América”.
(96) Fol. 40 v. Obsérvese como se insiste ahora, en 1773, sobre la distancia de dos leguas de la ciudad a que están los Puentes Grandes, como hemos visto que se determina también en el siglo XVI.
(97) Información publicada en “‘El País” de La Habana. El texto de la lápida es el siguiente:
“Reynando la Católica Magestad // del Señor D. Carlos IV // se construyeron estos pue- // ntes y sus calzadas siendo // Gov. y Cap. Gral. de esta ciudad // e ysla el Excmo. S. D. Luis de las // Casas, bajo la dirección del Ca- // ballero Comisario D. Jósef de Armenteros // Año de 1796.”
en que se ve la importancia capital que se dió en la época a la apertura de las calzadas puesto que el puente no pasaba de provisional, según hemos visto.
(98) Vid. correspondencia entre José Zacarías GONZÁLEZ DEL VALLE y Anselmo SUÁREZ Y ROMERO publicadas en la Revista de Cuba, tomo V. (1879), p. 236-250, 323-342, 482-489 y 569-580, y en José Zacarías GONZÁLEZ DEL VALLE; La vida literaria en Cuba (1836-1 8 4 0 ) , publicada en Cuadernos de Cultura, (4ª. serie, no. 5), Habana, Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, 1938. (Cfr. Sobre estas cartas, mi Introducción a Philosophia electiva del P. José Agustín Caballero, Biblioteca de Autores Cubanos, Habana, 1944, vol. I, pág. XXVII, n. 26).
(99) Vid. Epistolario de José de la LUZ Y CABALLERO que con el título De la vida íntima aparece en Biblioteca de Autores Cubanos, vol. VIII, Habana, 1945.