Por: Samuel Hazard
En: Cuba a pluma y lápiz
Para ver propiamente las curiosidades de la Habana y de sus alrededores es necesario, en adición a un regular desgaste de suelas de zapatos, dedicar muchos reales y pesetas en coches de alquiler.
Aun cuando son pocos los trenes de pasajeros en la Habana, es tal la abundancia de toda clase de vehículos públicos, que puede decirse que no se encuentran a faltar aquéllos, pues para ir a cualquier lugar todo lo que hay que hacer es pararse en frente del hotel o en la próxima esquina, y a los tres minutos, a lo sumo, podréis escoger entre una docena de vehículos, que constantemente pasan en todas direcciones, y que por veinte centavos os conducirán a cualquier lugar de la ciudad.
Los hay de varias clases y estilos; pero el más corriente en la actualidad es el “Victoria”, un cómodo coche de cuatro ruedas, con asiento para dos pasajeros, y al frente, un sitio sobre la caja para el cochero. Todos estos vehículos son propiedad de una o dos personas, que los dan en arriendo al cochero por la suma de seis pesos y veinticinco centavos al día, siendo de cuenta de los propietarios alimentar al caballo y mantener el coche en buen estado.
Es tal el movimiento, que no bastan los coches en circulación para atender su demanda, no obstante el alto arriendo que tienen que pagar los cocheros, en comparación con lo que éstos cobran a los pasajeros. Dos propietarios me aseguraron que podrían arrendar muchos más, ganando cada cochero de dos a cuatro pesos diariamente.
En cualquier parte de la ciudad, veréis una constante sucesión de estos carruajes, que van en todas direcciones, con o sin ocupantes, Estos últimos llevan un pequeño letrero sobre el pescante que dice “Se alquila”. El propietario de una de las empresas de estos carruajes había ganado ya $100,000, y estaba deseoso de traspasar el negocio y volver a su belle France, de la que era nativo.
Aun cuando el nombre de “volanta” se ha hecho popular entre los extranjeros, es lo cierto que no es aplicable a tales carruajes, pues la volanta, en tiempos pasados, era algo diferente de lo que hoy se llama como tal, que en realidad es el “quitrín“. La antigua volanta está hoy casi extinta, o se usa simplemente por algún hombre de negocios para ir y venir de su oficina, o bien se encuentra en una arruinada hacienda de algún pueblo del interior de la Isla, volanta es un carruaje de dos ruedas, con largas varas, cuyo peso soporta el caballo o muía, sobre cuyo lomo monta el conductor en una gran silla toscamente hecha.
Las varas se apoyan en el eje de las ruedas por un extremo y en el caballo por el otro de la misma manera que la antigua litera; y el cuerpo de la volanta, como aquélla, descansando sobre sus grandes resortes de cuero, está en constante moción de un lado a otro y la principal diferencia entre los dos vehículos es que la vieja volanta no baja su fuelle, que es fijo, en tanto que la volanta o quitrín actual permite que el fuelle se levante o baje a voluntad, una mejora muy cómoda. Como vehículos públicos, están rápidamente cediendo el lugar al carruaje y a la “Victoria” pero el quitrín particular es, y siempre será, una de las cosas de Cuba, pues es el único vehículo usado en malos caminos por las familias para ir y venir de sus lugares, y en la ciudad se le usa espléndidamente adornado y decorado con cintillas de plata y ricos objetos siendo considerado como el más elegante y hermoso vehículo para que las señoritas paseen y muestren en público sus bellas personas.
Es divertido a veces ver estos vehículos de largas varas intentar doblar una esquina en una de las estrechas calles de la ciudad vieja. Resulta considerablemente difícil, pareciendo que caballo y cochero se empeñan en pasar por la puerta de una tienda, sin tener en cuenta la volanta que está detrás, motivando todo ello una serie de juramentos.
Cuando en 1857 estuve en la Habana, la volanta era el único vehículo usado, pero ahora, se ven carruajes de todas clases y estilos, de tan bella y sorprendente apariencia como los mejores que ruedan en nuestro “Central Park.”
Pero la volanta o el quitrín de lujo es, par excellence, otra cosa, y cualquiera que inocentemente la ordene a un establo sin antes inquirir por su precio, tendrá motivos de arrepentirse. Sin embargo, cuando ve estos vehículos tirados por dos buenos caballos, el calesero enfundado en una pasmosa librea roja, cubierto de galones de oro, con altas botas que le llegan casi hasta la cintura, y los caballos con arneses que reflejan el sol en un centenar de hebillas plateadas, campanillas y borlas, empieza a tener una idea de que todo esto debe costar algo caro y que debe pagarlo.
En los paraderos ocasionalmente también se ven carruajes de dos caballos, usualmente muy confortables, birlochos, que acostumbran utilizar partidas de cuatro o cinco personas para dar unas vueltas por el Paseo. Los establos de alquiler igualmente proporcionan hermosos carruajes de la misma clase, que, como las volantas de dos caballos, basta solicitarlos en los hoteles, pues éstos generalmente tienen algún establo particular al que piden los carruajes. Los precios en todos los casos son bastante altos.
Para el uso de una volanta de dos caballos, por la tarde —digamos de cuatro a siete,—cobran lo menos ocho pesos y medio; el alquiler de un carruaje de dos caballos para cuatro personas, cuesta casi lo mismo. Sé de un caso que se pagaron veinticinco pesos para ir en un carruaje a cierto lugar del campo y volver en el mismo día. Si se alquila un carruaje de los estacionados en los paraderos, los precios son mucho más económicos, y llenan del mismo modo el objetivo de ver la ciudad, a menos que se desee ir al Paseo mezclándose entre los lujosos carruajes que por él ruedan.
Aconsejamos al pasajero extranjero que no pregunte nunca “¿Cuánto?” al cochero, al terminar la carrera, pues da motivo a que éste le suponga desconocedor de la tarifa y a que le pida el doble; en cambio, si al salir del vehículo le abonáis el importe exacto, lo cogerá sin objetar nada. Dadle, sin embargo, la oportunidad de creer que sois un recién llegado, y protestará ruidosamente, por todos los santos del calendario y de la manera más excitada, de que lo que dais no cubre el importe y que le estáis robando.
Los cocheros son lo mismo en todas las partes del mundo. Todavía no he olvidado un divertido episodio que tuvo lugar al abandonar la Habana en mi primer viaje. Un cochero me había conducido, temprano por la mañana, a la estación, y después de haber arreglado con él, le di el doble en atención a haber puesto los baúles en el coche.
Este proceder tan poco usual, le hizo pensar que era novicio, y en seguida me pidió el doble de lo que le había dado. Cortésmente me negué, alegando que precisamente le había pagado el doble de lo que valía. Juró y perjuró que quería robarle, produciendo una escena que nos sirvió de diversión a los mirones y a mí, que no pude menos que reírme en la cara del hombre por su osada desfachatez, lo que le enfureció tanto, que me devolvió airado el dinero, jurando que prefería no cobrar nada.
Le di las gracias muy cortésmente, y, con la mayor seriedad, le dije que bebería algo a su salud, y saludándole atentamente con el sombrero, le dije adiós. Había ya mostrado mi boleto y me disponía a subir al tren, cuando el hombre, abandonando su aspecto de furia, llegóse a mí, tendiéndome la mano, y exclamando:
—¡Ah, es usted un americano; déme lo que le plazca!
Le di el mismo dinero que se había negado antes a tomar, y exclamó, con una sonrisa:
—Buen viaje, señor.
Cinco minutos antes, cualquiera que le hubiera visto jurando y lamentándose, habría reído que realmente sentía lo que decía.