Por: Samuel Hazard
En: Cuba a pluma y lápiz
—Cuba está a la vista, señor; puede verla al través de su escotilla— me dice el camarero, sacándome del amodorramiento del sueño en la mañana del cuarto día.
Doy la vuelta en mi litera y contemplo, no me cabe duda, los montes de Cuba, y la incomparable silueta del Castillo del Morro, que viéndola al través de la escotilla, semeja un hermoso cuadro cuyo marco forma el ovalado de aquélla.
Fortuna de llegar tan oportunamente, pues de haberlo hecho la tarde anterior, después de la puesta del sol, nos habríamos visto obligados a pasar la noche frente al puerto, por no permitirse la entrada cuando ha sonado ya el cañonazo que anuncia la puesta.
En la torre del formidable Morro las banderas de señales ondean a la brisa mañanera; y cuando estamos más cerca, distinguimos nuestra querida vieja bandera de franjas y estrellas, rivalizando con el claro firmamento y las cabrilleantes olas.
Ahora tenemos ante nosotros una vista completa de la Habana y sus inmediaciones: el Castillo del Morro a la izquierda; a la derecha, la ciudad con el histórico fuerte de La Punta en un extremo; las casas pintadas de blanco, azul y amarillo, con sus techos de rojizas tejas, tienen apariencia fresca y luminosa batidas por la brisa de esta mañana de enero.
Poco después pasamos ante los paredones del Morro, de apariencia formidable, desde cuyas almenas el centinela da su grito de ¡alerta! Mientras el buque se desliza suavemente. Siguen, a la izquierda, en abruptos montes los blancos bastiones de la Cabaña; a la derecha, las murallas de la ciudad en la parte de la bahía, con los tejados de las casas y las torres de las iglesias en íntimo agrupamiento; y allí, fresco y verde, al igual que un oasis en el desierto de caras de piedra, la pequeña pero bonita Cortina de Valdés, luciendo tentadoramente refrescante con la sombra de sus árboles. Algunos otros paseos de las afueras de la ciudad se señalan por las largas y regulares hileras de verdes árboles, extendiéndose hasta perderse en distantes edificios.
¡Cómo late el corazón ante una tan curiosa y nueva escena cual la que tenemos a la vista! Habana, alrededor de cuyas murallas se agrupan tantas memorias de los en un tiempo altivos caballeros españoles, cuya fundación data de cerca dos centurias antes de que nuestro noble país fuera colonizado, ¡cuántas visiones de buques cargados de oro, de salvajes, atrevidos y sanguinarios piratas, expediciones de valientes aventureros y descubridores, nos recuerdas, y a la vez cuántas páginas de Irving y de Prescott, con brillantes descripciones, acuden a nuestra mente al contemplar por vez primera esta aparentemente tan bella ciudad!
Una vez más, deslizándonos suavemente, pasando ante los buques de guerra españoles y cruzando por entre barcos de todas las naciones que entran o salen, tenemos ocasión de contemplar esta famosa y bella bahía. Una vuelta a la derecha, y vemos la larga línea de muelles techados, con buques de todos los países anclados unos al lado de otros, esperando la completación de sus tos; a la izquierda las blancas murallas de otro fuerte —Casa Blanca— que domina la ciudad, y más lejos, por el frente, distinguimos él pequeño pueblo de Regla, con sus inmensos almacenes de sólida cantería y hierro corrugado, en los que se deposita el azúcar de la Isla, de estructura tan apropiada y bella como la que puedan tener los mejores del mundo.
Anclamos. Los aduaneros suben abordo y el buque se ve rodeado de una verdadera flota de pequeños botes, cuyo aspecto ofrece una mezcla de carro de mercado y de lanchón, y de ellos salen una horda de agentes de hoteles, todos los cuales nos exponen los méritos de su particular hotel, algunos en el más divertido y roto inglés.
Estos botes representan en bahía lo que las volantas en la ciudad; y como el viajero debe ocuparlos varias veces si desea ver bien la bahía y los alrededores de la Habana, doy a continuación lo que hay que abonar por su utilización, tomándolo de la “Tarifa reguladora de pequeños botes para el transporte de pasajeros y equipajes en el puerto de la Habana“.
Por cruzar desde la Punta al desembarcadero del Morro, 5 centavos por cada pasajero.
Del mismo punto a cualquier buque anclado cerca de la entrada de la bahía, 10 centavos por pasajero.
Cualquier viaje ordinario del muelle de un lado al desembarcadero del otro, en la parte estrecha de la bahía, 5 centavos.
Del desembarcadero general (Caballería u otro) a cualquier buque anclado en la parte opuesta de la bahía, 10 centavos.
Del desembarcadero general a los Almacenes de Regla (una travesía muy agradable), 40 centavos.
Del desembarcadero general al lugar donde están anclados los buques de guerra extranjeros, 20 centavos.
Del desembarcadero general a buques anclados en los diques flotantes, 50 centavos.
Por cada pequeña maleta, 5 centavos.
Por cada baúl, 12 centavos.
El pasajero a quien el bote espera, estando abordo o en tierra, pagará a razón de diez centavos por cada cuarto de hora.
En días lluviosos o tempestuosos, o de noche, el botero tiene derecho a que se le pague en reales fuertes, en vez de sencillos.
Los botes pequeños sólo pueden llevar hasta cinco pasajeros y los grandes diez.
Desde las diez y media de la noche hasta el cañonazo que anuncia el amanecer del nuevo día, no se permite que los botes naveguen por la bahía.
Aconsejamos a los viajeros que en los viajes largos hagan un trato previo con el botero, y que utilicen la tarifa como un guía para que no les cobren demasiado.
…
¡Habana! ¿He de olvidar nunca las extrañas y a la vez agradables impresiones que en mi ánimo produjeron sus murallas, cuando años atrás, en pleno vigor juvenil, al desembarcar en la Aduana, mis pies pisaron por vez primera suelo extranjero? Impresiones que ahora, después de un lapso de años, y aun después de meses de sufrimiento, no empalidecen en esta segunda visita, sino que más bien se intensifican en sus gratas emociones. Los mismos espectáculos, las mismas novedades; la charla de un idioma extranjero, las calles estrechas, los hermosos establecimientos con su entero contenido expuesto a la vista. Los abigarrados toldos tendidos de muro a muro al través de las calles, que a la vez que protegen del sol contribuyen a dar a aquéllas la apariencia de un extraño y bonito bazar o feria. Los mismos chuscos nombres de los establecimientos: “Palo Gordo”, “León de Oro”, “Delicias de las Damas”, etc. Nos dirigimos al café “La Dominica”, que es un lugar muy concurrido y allí probamos una cosa de Cuba, que lleva el nombre de refresco, y es una bebida fría de cierta clase, agradable a la vista y más agradable aun al paladar, y mientras lo sorbemos podemos tomar nuestras primeras lecciones acerca de la vida habanera.