La Habana a mediados del siglo XIX

Por: Antonio de las Barras y Prado
En: Social (mayo 1926)

Acaba de publicarse en Madrid un libro de extraordinario interés para los cubanos, con el mismo título que encabeza estas líneas, en el que su autor, un joven asturiano, relata su estancia en la Habana, por los años de 1852, contándonos los usos, costumbres y carácter de sus habitantes, acontecimientos históricos ya sociales, comerciales o políticos con otra multitud de datos y antecedentes sobre personas y cosas de Cuba en aquella época, y observaciones ya curiosas precisas o aunadas, reveladoras todas de una inteligencia clara y un espíritu abierto y honrado libre de muchos prejuicios de época y nacionalidad. Por este capítulo, que aquí publicamos juzgarán los lectores del autor y su obra.

En todos los países el aspecto de las ciudades está en armonía con el grado de civilización de sus habitantes, y aquí en la Habana se demuestra esto al primer golpe de vista. Además de la gente del país hay aquí una inmigración constante de forasteros, principalmente españoles que vienen a trabajar con el afán de hacer fortuna, de modo que la sociedad es un compuesto heterogéneo de personas que no tienen más que un fin, que es hacer dinero, y de aquí resulta esa propensión al egoísmo, esa carencia de sentimientos morales que sujetan todas las acciones del individuo a un cálculo mercantil. Entiéndase que al hablar de esto no me refiero a las familias separadas del torbellino de los negocios, los intereses y los pleitos, que viven morigeradamente de sus rentos o sus sueldos y conservan intactas las buenas costumbres; esas son como en todas partes.

No hay pueblo más despreocupado de ideas místicas, ni donde haya más libertad de costumbres; reinando en toda su intensidad ese indiferentismo de los pueblos grandes y adelantados, fundado en el principio de no ocuparse de nadie para que no se ocupen de uno. Esto se comprende bien. La Isla de Cuba, situada a las puertas de los Estados Unidos, ha ido copiando exactamente todas sus costumbres y adelantos por el trato comercial frecuente y también por las tendencias anexionistas de la mayor parte de los criollos o nativos del país, que simpatizan con la nación vecina, quizás no tanto por sus progresos, como por esperar de allí la emancipación de nuestro dominio, y hacer un verdadero alarde de imitación, como protesta a nuestras rancias preocupaciones y a nuestra desmoralización política y administrativa.

Los hijos de Cuba, con el deseo de la independencia, ya que ellos no se consideran con fuerza bastante para conquistarla solos, al ver que España está constantemente aumentando aquí sus defensas y su poder, prefieren anexionarse a otra raza exclusivista, que no admite unión ni enlace con la latina, aun a trueque de perder su nacionalidad que conservarse tranquilos prosperando a la sombra del pabellón español. No calculan que el día en que se efectúe esta unión, tan deseada por ellos, empezarían a peligrar sus propiedades y sus derechos, como ha venido sucediendo en todos los territorios hispano-americanos, que se encuentran hoy en poder de los Estados Unidos; de lo cual muestra Tejas un elocuente ejemplo, así como la Sonora y la Baja California. Es verdad que la vehemencia de las pasiones políticas o religiosas, extravían completamente la razón e impulsan a los pueblos a escoger favorablemente y sin examen a todos aquellos que se muestran enemigos de los que los oprimen; sucediendo muchas veces que se emancipan de un dominador para caer en las garras de otro. Pero como el despecho se sobrepone a toda reflexión, de ahí que los cubanos muestran con no disimulado júbilo sus simpatías por los yankees y se asimilan su espíritu progresivo; no quizás como rara aspiración natural y desapasionada de la inteligencia humana, sino como protesta a la política reaccionaria del gobierno de la nación y del atraso de sus habitantes.

Hay que tener en cuenta también, pues el hombre honrado debe decirlo todo, que el elemento español que impera en Cuba no está compuesto en general de hombres de gran ilustración y cultura, sino por hombres de dinero, y este es un motivo más de menosprecio para la gente ilustrada del país, educada en los principales colegios del extranjero; la cual se encuentra por desconfianza, alejada de toda intervención en los asuntos públicos.

En todos los países mercantiles y en este principalmente, la gran masa de inmigrantes, que vienen destinados al comercio, salen de las aldeas de las provincias del norte, sin haber tenido trato alguno con la gente culta y sin más conocimientos que las primeras letras. Aquí en el contacto con una sociedad adelantada, muchos adquieren algunos rudimentos de educación y un barniz puramente exterior de refinamiento de costumbres y gustos; y cuando hacen dinero y se encuentran al frente de sus negocios o se retiran a vivir de sus rentas, se llenan de vanidad y orgullo y se creen por su posición adinerada, competentes en todos los conocimientos que afectan a la administración y a la política. Por regla general se hacen conservadores o reaccionarios, porque les parece que lo liberal delata un origen plebeyo y se les puede descubrir la hilaza de su origen. Se vuelven intransigentes en toda clase de asuntos que se ventilen, como para demostrar que obedece su tesón a profundas convicciones procedentes de sus estudios y su talento; hablan en tono dogmático y se hacen tan insoportables, empalagosos, pedantes y ridículos para la gente culta, que acaba por no alternar con ellos, dejándolos en sus tertulias resolver ex cátedra y sin contradicción todos los problemas económicos, sociales, políticos, religiosos y hasta internacionales que más preocupan a los hombres verdaderamente ilustrados en las ciencias que afectan a la gobernación del Estado. En España se les da el nombre de indianos; y es de justicia hacer constar que entre ellos hay muy honrosas y numerosas excepciones, de que son prueba fehaciente las escuelas levantadas a su Costa en los pueblos de procedencia y otros muchos beneficios que acreditan su inteligencia y grandeza de alma. Hombres de ellos he conocido aquí mismo de clara inteligencia, progresivos, amantes de la cultura, tolerantes, de afable trato y nada infatuados con sus riquezas.
El Gobierno español para evitar motivos de censura por parte de los cubanos, que no perdonan ocasión de sonrojarnos, comparando nuestro atraso con la cultura de los Estados Unidos, no ha tenido más remedio que entrar aquí por la vía de las reformas materiales para satisfacer las exigencias progresivas de la opinión, haciendo ver al mismo tiempo a las naciones envidiosas de la posesión de esta isla rica, que España puede ir tan allá como los pueblos más civilizados, y que la prosperidad que aquí se goza se debe a ella sola; y esta es la causa de que se encuentre este país al nivel de los más adelantados, llevando a nuestra península cincuenta años de ventaja. Si al par que esto nuestros gobiernos aplicaran aquí una política más liberal y progresiva, creo yo que ganaría mucho nuestra estabilidad en estos dominios.

El trato social es despreocupado y sin hipocresía. El país es poco religioso, o mejor dicho poco beato. Es curioso que la mayoría de las familias sólo oyen misa el día primero de enero y entienden que esta sirve para todo el año. Hay extranjeros de todas religiones y sectas que no hacen ostentación de las práctica de sus cultos, y todos los tratan e intiman con ellos sin preocuparse de si pertenecen o no a la misma confesión.

El clero es tolerante y está respetado sin que nadie le regatee sus derechos. En lo único en que este clero se muestra intransigente es en la cuestión de los matrimonios entre parientes, que motivan dispensas muy costosas y grandes dilaciones. Esto ocasiona el que los interesados para evitarse molestias y gastos, tomen el vapor de Nueva Orleans y allí, sin más ni más, los casa el obispo con muy poco costo, perdiendo el de aquí todos sus derechos. Esto consiste en que los obispos de los Estados Unidos están facultados por el Papa para toda clase de dispensas y los nuestros no, con notable perjuicio de todos, pues los fieles se perjudican y la Iglesia no gana nada estableciendo dentro de sí misma una competencia, que, aunque no sea buscada, se produce de hecho y se presta a comentarios. La gente de color es la que practica la religión con más fe y aun fanatismo. Es la que da casi del todo el contingente a las procesiones.

Este país que por lo heterogéneo de su población, por la inmigración constante de gente aventurera y mala, por la diversidad de razas, por la libertad individual que goza todo el mundo parece que debía estar predispuesto a trastornos y a desórdenes, aparte de los hechos criminales que hay en todas las grandes poblaciones, disfruta por el contrario, hoy por hoy, una paz y una tranquilidad admirables. Aquí la forma de Gobierno es absoluta y el jefe supremo es el Capitán General, al cual pueden recurrir en alzada de un agravio todos los habitantes. A nadie se pregunta si tiene estas o las otras ideas políticas o religiosas, si vive solo o en compañía, si pasa las noches en su casa o en diversiones, si duerme aquí o allá. El que no falta al orden público no encuentra quien coarte su libre albedrío, pero siempre está la autoridad vigilante sobre el elemento activo separatista, cuya tendencia, a decir verdad, se va arraigando en la mayoría de los hijos del país tanto varones como hembras.

No hay en el pueblo distinción de trajes; todo el mundo viste con igualdad, aunque claro que con más o menos lujo según sus recursos. Aquí gastan levita el carnicero y el conde, el negro y el blanco. El torero que llega de España, acostumbrado a su sombrero calañés, su chaqueta y su faja, no aguanta ocho días su traje nacional, y se avergüenza de llevarlo cambiándolo por el de moda corriente en los pueblos civilizados. Esto lo he visto yo varias veces.

La igualdad de trajes, demuestra también la igualdad de condiciones, que sólo se diferencian en el capital de cada uno, y por este estímulo tienen todos tendencia al refinamiento y se nota la corrección del lenguaje hasta en las clases más inferiores. Aquí no hay más categorías que las del saber y el dinero, y aun cuando prescindiendo de la primera condición, muchos digan que esto es un mal, en la práctica, en esta sociedad y en todas partes, resulta que sólo brilla y es considerado el rico y del pobre nadie hace caso aunque tenga más timbres que el Gran Capitán. El respeto a las clases, er se ha desaparecido. Esta sociedad, como más positivista, ha dado de lado a los convencionalismos que aun imperan en los pueblos viejos, y se presenta desnuda, con todas sus llagas, que aunque en otras partes no se vean no por eso dejan de existir.

El lujo ha tomado en este país grandes proporciones y este es un vicio que suele afectar a la moralidad de las costumbres. Como el dinero es necesario para satisfacerlo, todo suele sacrificarse a él: amistad, parentesco, gratitud, amor propio, orgullo, pudor y demás cualidades y virtudes. Aquí las señoras visten muy bien, y no salen a pie a la calle, haciéndose el carruaje para ellas indispensable. Los criados también son necesarios en gran número, porque las mujeres aquí, sea por condición, o sea por la pereza e indolencia que imprime lo enervante del clima no se prestan a los quehaceres de la casa; las demás necesidades de la vida cuestan mucho, porque aquí todo cuesta caro, y como la picara vanidad incita a todo el mundo a aparentar una opulencia que en realidad no tiene, de ahí la tentación mefistofélica que a veces acalla por triunfar de los más rígidos principios. La civilización, que tantos beneficios ha reportado a la humanidad mejorando la condición social, ha creado la afición al lujo. En vano los moralistas clamarán contra él; nada conseguirán, siendo como es, consecuencia de la ilustración de los pueblos, cuyas clases tienden a igualarse; pero no es el lujo en sí el que perturba, sino la impaciencia de muchos por ostentarlo sin esperar a adquirir por el trabajo una posición sólida, que les permita su disfrute sin menoscabo de la dignidad o de la honra.

La educación que se da aquí a los jóvenes, es esmerada, y a pesar de haber en la población buenos colegios, muchas personas mandan a educar a sus hijos a Francia o a los Estados Unidos; y en esos países es en donde adquieren los jóvenes las tendencias de emancipación y filibusterismo, que han hecho a muchos desgraciados, y que llevadas a cabo quizás harían también desgraciada a esta Isla convirtiéndola en otro Santo Domingo.

En realidad, entre los hijos del país y los españoles, existe una marcada división, y casi puede afirmarse que no hay reunión alguna en que reine verdadera fraternidad y se componga de iguales elementos. Siempre aparece dominando uno u otro, y aunque particularmente hay amistades entre peninsulares y criollos, en el fuero interno la división está latente, moderada por la educación. Esto mismo se revela en los adornos de los trajes; los del país dan preferencia a los colores de la bandera americana y los peninsulares a los de la nacional, siguiendo las mujeres las mismas tendencias que se observan en sus padres, hermanos o maridos, ya sean de la una ya de la otra parte.

La gente de esta tierra, como la de casi toda la América española, es muy aficionada a bailes y juegos de gallos y de cartas. Nosotros los importamos en América juntamente con nuestra indolencia, nuestro hidalguismo y nuestra intolerancia religiosa. Los hijos de aquí sueñan con esas diversiones, pero, particularmente la primera es la predominante, porque en ella entran también las mujeres. No hay reunión, ni jira, ni celebración de algo que no concluya por el baile.

Es verdad que el baile íntimo y voluptuoso de este país es de lo más sugestivo que puede imaginarse y no es extraño que sean tan aficionados a él los que se han criado a su arrullo, cuando con el mismo entusiasmo suelen tomarlos los españoles y extranjeros que viven aquí.

El baile del país se conoce con el nombre de danza, y se compone cada sedazo o parte del paseo, la cadena y sostenidot según lo va marcando la música. Esta es muy animada y alegre y no se toca bien, más que por los músicos de aquí, que son los que saben darle el chic que reclama su índole. Al que no está acostumbrado a oír las danzas, se le figura escuchar una algarabía infernal, pues parece que cada instrumento va por su lado, como suele decirse; pero poniendo atención no sólo se distingue la belleza de la composición, sino que, eso que parece algarabía, forma un todo armónico, de un efecto sorprendente, sujeto a un compás obligado que marca con exactitud los pasos de la danza. No he visto en mi vida baile más animado e incitante, ni he oído tampoco música más entusiasta y deliciosa; así es que no es extraño ver en un baile a la mayor parte de los mirones llevar involuntariamente el compás con los pies o con el cuerpo, como arrastrados por una fuerza superior. El compás es el mismo que tocan los negros en sus tambores e instrumentos para sus bailes grotescos y voluptuosos.

Todos los domingos del año hay bailes de máscaras en los salones de Escauriza, que es un café situado enfrente del teatro de Tacón y de la Alameda de Isabel II y algunas veces los hay también en el café de la Bolsa; pero estos bailes, que cuando yo llegué a la Isla estaban animados por una concurrencia femenina que si bien por su disfraz no podía analizarse por su corrección demostraba que iba allí sujeta por sus parientes o allegados, hoy se ven frecuentados por mujeres públicas, impúdicas y desenvueltas, que les han hecho perder todo el encanto de lo misterioso. En Carnaval y Pascuas, suelen darse además bailes en los teatros de Tacón y Villanueva, a los que asiste una numerosa concurrencia de todas clases.

En los bailes cada danza dura generalmente una hora, pero hay algunos con doble personal de orquesta, cuyos músicos se van relevando insensiblemente, y duran las danzas sin interrupción toda la noche, hasta el cañonazo del alba, que es la hora oficial de su terminación. Yo he visto algunas parejas bailar tres horas seguidas sin parar ni un momento.

En el verano suele haber una serie de bailes en los pueblos de temporada, como Guanabacoa, Puentes Grandes y Marianao, donde va lo más escogido de la sociedad habanera, y como los trajes de las señoras en estos climas tropicales, son casi todos blancos, con adornos de cintas de vivos colores, en los que siempre domina el punzó y celeste (colores de la bandera americana), presentan las glorietas donde se efectúan un golpe de vista magnífico.

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