Por: J.E. Alexander
En: Transatlantic sketches; comprising visits to the most interesting scenes in Nortb and South America and the West Indies
Me puse el uniforme y acompañado de uno de los tenientes bajé a tierra para presentar mis respetos al Capitán General Vives y anunciar la llegada de la fragata. Atracamos al muelle de la Aduana, y tan pronto pusimos pie en tierra nos vimos en medio de una escena bulliciosa.
Los muelles estaban llenos de montones de mercancías y barriles con provisiones; grupos de negros semidesnudos gritaban y cantaban mientras cargaban y descargaban los barcos. Los armadores y patronos, con sombreros de Panamá de anchas alas y sacos listados de hilo, formaban grupos en que se hablaba del azúcar, el café y la harina; el humo de los tabacos llenaba la atmósfera, especialmente entre los marineros sin empleo, y me pareció descubrir a un pirata o dos, o al capitán de un barco negrero paseándose y escudriñando a los hombres que podrían ser instrumentos adecuados a sus innobles propósitos.
Regla es el Blackwall de la Habana, situada en una ribera baja y cenagosa y habitada por piratas, negreros y toda clase de vagabundos.
Tomamos asiento en una volanta para ir a Guanabacoa, lugar de veraneo de la aristocracia habanera. La volanta es uno de los vehículos más peculiares que he visto jamás: la caja es como la de un cabriolé y está suspendido en bandas de cuero. El carruaje está provisto de dos ruedas tan altas como la capota, situadas a los extremos de unas varas, mientras que el caballo va colocado al otro extremo, a cierta distancia de la caja que se balancea entre ambas extremidades. En la volanta de la ciudad, el postillón negro va montado en un caballo entre las varas, pero en la que montamos, iba sobre otro caballo uncido al pescante. Nuestro calesero era un personaje pintoresco: llevaba un sombrero de paja de una yarda de altura, una chaqueta azul guarnecida con encaje dorado y grandes botas con fuertes espuelas de plata. Una cortina azul nos protegía del resplandor. Atravesamos Regla a gran velocidad, y pronto nos dimos cuenta del propósito de las altas ruedas del vehículo. En algunos sitios las lluvias habían labrado profundas zanjas; en otros encontrábamos grandes piedras a nuestro paso. Descendimos y ascendimos por estos obstáculos sin peligro gracias a nuestras ruedas peculiares; y aún en las calles de Regla, en las que un coche inglés no habría podido avanzar diez yardas sin volcarse, saltamos sobre los surcos y nos hundimos en el fango hasta el eje con absoluta impunidad.
El campo alrededor de la Habana estuvo hace tiempo cubierto por ingenios y plantaciones; pero al agotarse la tierra se procedió a buscar la tierra virgen del interior para el cultivo de la caña de azúcar y el café.
Escuché a un eclesiástico liberal lamentarse de los pecados de sus hermanos, y deplorar que la iglesia no autorizase el matrimonio. Muchos curas tienen una hermosa sobrina para manejar la casa, lo cual es mejor que excitar los celos de los esposos. Uno de estos sacerdotes galantes, hace cierto tiempo, había provocado la indignación de un español con sus atenciones en una barriada donde no tenía nada que ir a buscar, y al apearse de su volanta en un salón de baile, recibió una estocada entre las costillas y quedó muerto en el sitio.
Aunque las características morales de la mayor parte de la población no son nada encomiables, la comunidad está plenamente consciente de lo que debe ser el oficio sacerdotal, y que las manos que elevan la hostia y ofrecen la sagrada comunión deben estar tan inmaculadas y puras como el armiño. ¿Qué respeto puede inspirar un clero que con gran frecuencia está formado por ambiciosos y atrevidos jugadores? De la misa van a la valla de gallos y de la valla de gallos a la misa, y a veces llegan tarde a la misa por haberse quedado hasta el final de una pelea. Se les puede ver en Guanabacoa, con sus hábitos eclesiásticos, siguiendo con interés una pelea entre un gallo favorito y el de un negro esclavo, que ha apostado su dinero contra el del indigno sacerdote.
En los últimos años ha habido un notable decaimiento de la religión en Cuba. Las obras de Voltaire y Rousseau han corrompido al pueblo, lo han hecho indiferente a la religión católica, sin proporcionarle ningún sustituto.
Cuando muere una persona respetable en la Habana, se erige un túmulo imponente en el aposento principal de la casa, cubierto con tapices y ornamentos de oropel, y encima del mismo se coloca el féretro abierto y colocado en forma tal que el cadáver, vestido con sus ropas domingueras, queda a la vista de los espectadores. La habitación se ilumina con gran cantidad de velas. Las volantas de los amigos del difunto forman una fila, colocándose el féretro en la primera, la cual, junto con el calesero y el caballo, se cubre con telas de color negro, y va acompañada por esclavos con chaquetas largas, rojas, con sombreros de tres picos con cintas doradas, portando bastones.
La procesión se dirige al Campo Santo. Una vez allí, se baja el féretro de la volanta, la cabeza descubierta del cadáver se mueve constantemente al paso ligero de los zacatecas. Es un espectáculo horrible. Después de celebrados los servicios, se arroja el cadáver sin ceremonia dentro de la sepultura, se le cubre con tierra y cal, mientras se reserva el ataúd para el próximo que lo necesite. En los entierros de niños, los acompañantes entonan canciones alegres puesto que sin duda han de ir al cielo. En verdad, los funerales en la Habana se llevan a cabo en una forma que daría vergüenza a la nación menos civilizada; pero esa ha sido la costumbre desde tiempo inmemorial, y parece que siempre tenemos que inclinarnos ante la sabiduría de nuestros antepasados…
El modo en que los habaneros ricos emplean su tiempo puede resumirse así: se levantan temprano, toman una taza de chocolate, los hombres encienden sus tabacos y se pasean por los balcones hasta las diez en punto, las damas por lo general oyen la misa; entonces se les trae un desayuno con carne y pescado, huevo y jamón, vino y café; encienden de nuevo sus tabacos en un pequeño caldero con tizones colocado en medio de la mesa, las damas de mayor edad fuman cigarrillos.
Entonces los hombres ordenan la volanta, o salen a pasear, y, las mujeres, o bien hacen una visita de cumplido, o se quedan en casa, sentadas en sus sillones, para recibir alguna. A las tres de la tarde se sirve la comida, la cual dura una hora; de nuevo se trae el caldero con tizones, se pasa el café, y todos se retiran a dormir la siesta. Una hora después se visita el Paseo, donde se encuentra el anfiteatro para las corridas de toros, y cuando éstas tienen lugar, la atracción es tan grande, que se hace en extremo difícil adquirir entradas. También pueden ir al teatro, un gran edificio con techo a prueba de bombas. Las representaciones que se ofrecen son discretas, y los diálogos de las obras españolas son animados. Sin embargo las tablas se han desacreditado con representaciones de pantomima y títeres como los descritos en el Quijote.
Asistí a varios bailes públicos organizados por los jugadores en la Habana: la concurrencia, en la que predominaban las señoras vestidas de blanco y los hombres con chaquetas de gingham a rayas, llegó en sus volantas precedidas de antorchas. En un primer salón estaban situadas las mesas para jugar a la barajas en las que estaban sentados los jugadores de monte, con pilas de onzas de oro y pesos de plata ante sí.
Damas y caballeros rodeaban a los jugadores y observaban ansiosamente el movimiento de los naipes, apostando muchos de ellos fuertes sumas. El salón de baile estaba siempre muy bien iluminado, las damas se sentaban en fila como de costumbre, y los hombres formaban grupos o daban vueltas por los pasillos fumando; cuando comenzaba el baile, la banda, compuesta de nueve ejecutantes, tres violines, dos violoncelos, oboes y trompas, solía tocar con un estilo animoso y excelente, valses, fandangos, o contradanzas, éstas últimas son una combinación del vals y el rigodón; y, en verdad, en cuanto a gracia y elegancia en el baile, los habaneros no tienen rival.
Pienso que será satisfactorio describir una ejecución, que no tienen lugar con la frecuencia que debiera en la Habana. Si un criminal tiene dinero, puede posponer la pena capital durante años, aun después que se le haya leído la sentencia, pero el que carece de amigos y dinero sube al cadalso tan pronto como es hallado culpable de un crimen. Los españoles tienen mucho reparo en ver ejecutada a una persona blanca en la Habana, porque los degrada ante los habitantes de color. Sobornan a las autoridades civiles y a los sacerdotes para obtener prórrogas, y aun cuando el culpable no merezca la menor clemencia, acuden al gobernador y solicitan un perdón mediante impegnio, o petición privada, que según costumbre general no suele rechazarse. Una mujer blanca había descuartizado a su marido, e introducido el cadáver despedazado en un barril; se la encontró culpable, pero por medio del soborno y el impegnio, se aplazó el castigo por dos años; al fin, con gran disgusto de las habaneras, fue llevada al garrote fatal, con las manos y pies atados a la silla, le colocaron al cuello el aro de hierro al que está conectado un tornillo con una manivela. Un sacerdote rezó por la condenada, y, a una señal, el verdugo se paró detrás e hizo girar la manivela, dislocándole el cuello.
Pasando por la Cárcel una tarde, vi una cruz y farolas ante un lienzo negro frente a la puerta de la capilla de la prisión; esta era la señal de la ejecución de un criminal a la mañana siguiente. Se encontraba en la capilla un negro de estatura elevada, maniatado y custodiado por un sacerdote; pregunté qué crimen había cometido y me dijeron que vivía con una negra y al descubrir que ella lo traicionaba con un mulato, los asechó cuando ambos se dirigían montados a caballo hacia el campo, y asesinó al hombre, la mujer y el caballo en un lugar solitario.
Me levanté a las cinco de la mañana para presenciar la ejecución. El condenado, vestido con una túnica blanca, fue sacado de la capilla y llevado en una carreta hasta cierta distancia, y entonces fue obligado a bajarse y caminar milla y media hasta la llanura fuera de la ciudad, que está bañada a ambos lados por el mar, donde se encontraba la horca. El féretro iba precedido de una cruz y faroles, y acompañado por Hermanos de la Caridad vestidos de negro con esclavinas blancas, uno de los cuales llevaba una botella de coñac y un vaso; los «Compartios Urbanos» o guardias de la ciudad, con cascos de cuero, chaquetas verdes, carabinas y espadas, iban a ambos lados. Al llegar al árbol fatal, donde una multitud esperaba ansiosamente el espectáculo, el culpable recibió una buena dosis de la botella, y entonces, un negro de aspecto feroz (el verdugo) montó en la escalera y le ajustó la soga; el verdugo entonces susurró algo al oído del reo, probablemente que se dejara caer, pero él no lo hizo, y tuvo que empujarlo con el codo, cayendo al vacío. El verdugo entonces saltó con la agilidad de un Clías, tomó la cuerda y la emprendió a patadas contra el asesino. Cuando, inclinándose y observando la cara del condenado, se hubo convencido de que todo había terminado, se bajó y se mezcló con la multitud. Entonces un sacerdote subió la escalera, y señalando al cadáver, pronunció una breve e impresionante homilía. El cadáver fue dejado en la horca hasta el mediodía, y entonces bajado con el propósito de decapitarlo y colocar la cabeza en un poste en el lugar en que se había cometido el crimen.