Por: Luis Bay Sevilla
En: Costumbres cubanas del pasado. Diario de La Marina (14 marzo 1946)
Decíamos la semana anterior que los esposos María Teresa Herrera y José Melgares se sentían orgullosos y satisfechos de su nueva casa de Cerro y Santa Teresa, y que todo les sonreía para que prevaleciera la felicidad en aquel hogar, donde reinaba con su belleza y encantadora juventud la dulce Serafina, que era, como he dicho en otra ocasión, la unigénita de María Teresa en su primer matrimonio con don Miguel Herrera, hijo del cuarto conde de Jibacoa.
Al quedar viuda María Teresa, contrajo nupcias con don José Melgares, teniendo en segundo matrimonio los siguientes hijos: José Agustín, muerto en estado de soltería contando diecisiete años de edad; Teresa, que casó con su primo el licenciado Manuel Peralta y Melgares, de cuya unión nació “Teresilla“, que casó dos veces, la primera con don David Mojarrieta, teniendo una sola hija, nombrada Teresa, y muerto Mojarrieta, casó en segundas nupcias con don Juan Chao, sin haber tenido sucesión; Dolores, la segunda de las hijas de María Teresa y José Melgares, que casó con don José Luis de la Mata, sin tener tampoco sucesión, y María, la última de las hijas, contrajo matrimonio con el doctor en Medicina Juan José Soto, teniendo por hija a Carmelina, que murió muy joven, y María Teresa, Rafael y Alberto, que permanecen solteros.
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En el año 1874, residiendo los esposos Herrrera-Melgares con sus hijos en su gran casa del Cerro, dejaron esta residencia para trasladarse temporalmente a una casa que poseían en la calle de Inquisidor. En esos días se encontraba María Teresa en estado de gestación y próxima a dar a luz a su hija María, y sintiendo gran deseo de encontrarse cerca de sus hermanos los condes de Casa Barreto, que residían en su casona de Oficios y Santa Clara, por quienes sentía especial predilección, ocupó dicha casa. Tal parece que, presintiendo su muerte, anhelara encontrarse cerca de los hermanos a quienes ella más quería.
A los cuatro días de nacer María, murió la señora de Melgares, encontrándose a su lado los que fueron sus más grandes afectos: el marido y los hijos que la adoraban y su hermana la condesa de Barreto. La causa de su fallecimiento, según uno de sus actuales familiares, fue de “cólico miserere“, enfermedad que la Medicina moderna califica como de ataque fulminante de apendicitis.
La muerte, casi repentina, de María llenó de dolor a su esposo que la quería entrañablemente y dejó huérfanos a unos hijos que la adoraban con honda ternura. Días después, decidió Melgares trasladarse de nuevo, con sus hijos, para la casa del Cerro, realizándolo semanas después de muerta María Teresa. Pero, sintiéndose quebrantado de salud y hondamente desolado, escribió una carta a su hermana doña Asunción Melgares de Peralta, que residía en La Coruña con su hijo Manolo, que en aquellos días acababa de graduarse de abogado en la Universidad de Santiago de Compostela, pidiéndole que viniera para Cuba para que le acompañara, a lo que ella accedió, llegando meses después a La Habana en compañía de su hijo Manolo e instalándose en esta residencia del Cerro, para asumir desde aquel momento la dirección de la casa.
En aquellos días, las hijas de Melgares eran muy jóvenes, pues Teresa acababa de llegar del colegio Del Sagrado Corazón de París, donde había recibido educación, y María se encontraba como alumna interna en un colegio de la ciudad de New York.
A poco de vivir todos en aquella casa, se iniciaba el noviazgo entre Teresa y su primor Manolo, lo que contrarió tanto a Melgares que, para separar a los primos, decidió un viaje a Europa, llevando consigo a María Teresa. El viaje duró dos años, visitando a España, Francia, Italia y Alemania y regresando después a La Habana.
El joven Peralta, durante los meses de separación de su novia, comenzó, protegido por su familia como abogado y destacándose por su inteligencia, logró al fin que su tío lo aceptara como novio de su hija Teresa. Meses después se celebraba la boda, que constituyó un verdadero acontecimiento, pues concurrió a ella lo más exclusivo de la aristocracia habanera, figurando entre los asistentes el príncipe Alejo Alejandrovitch, hijo tercero del Emperador de Rusia, que en esos días se encontraba de visita en esta capital, y también el capitán general de la Isla, don Ramón Blanco, marqués de Peña Alta, fue uno de los testigos de la ceremonia religiosa, que se celebró en la iglesia del Cerro.
El traje nupcial que lució esa noche la joven desposada fue realmente primoroso, constituyéndolo una valiosa túnica y velo de finísimos encajes de Inglaterra, el mismo que vistió su abuela la señora Serafina de Cárdenas y Veitia, hija de los marqueses de Monte Hermoso, la noche de su matrimonio con don Ignacio Herrera O-Farril, segundo marqués de Almendares, traje éste que costó a los padres de Serafina la cantidad de veinte mil pesos oro español.
Como en todas las bodas de alto rango que se celebraban entonces, se bailó después de la ceremonia religiosa un rigodón de honor, tomando parte en el mismo a más de la joven desposada, sus íntimas amigas las señoritas Terina Arango, que casó con el doctor Aristides Mestre y la que acaba de fallecer, contando poco más de ochenta años, Herminia Mazorra, “Nani” Souvalle, Clara María Mazorra y Ana María Soto. Después, se obsequió a la concurrencia con una gran cena, que fue servida en el amplio comedor de aquella señorial residencia, sirviéndose tres mesas de cien cubiertos cada una, y usándose en esa ocasión la valiosísima vajilla de oro y plata que habían comprado en París los padres de Teresa.
El maestro cocinero que confeccionó esa noche el menú fue Juan, un chinito que le habían regalado al doctor Antonio Díaz Albertino, padre del eminente médico de igual nombre que acaba de fallecer, chinito que aprendió su oficio junto al maestro del restaurant “Las Tullerías“, que estaba situado frente al Parque Central, en el mismo solar donde hoy existe el palacio de los asturianos. Este chino estuvo toda su vida sirviendo a familiares del marqués de Almendares, encontrándose al ocurrir su fallecimiento, hace poco menos de cuatro años, al cuidado de la nieta del marqués, señora Teresiilla Peralta de Chao, que nació y fue bautizada en esta casa del Cerro.
Al morir, hace algunos años, la señora Teresa Melgares, su viudo el licenciado Manuel Peralta Melgares contrajo pasado algún tiempo segundas nupcias con la señorita María Luisa Herrera, nieta de su primera mujer, resultando de esta unión matrimonial que la madre de la señora Teresilla Peralta de Chao fuera a la vez medio hermana de la que resultó por esa unión su madrastra.
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Retrocediendo a los años 1860 al 61 haremos referencia a una grave crisis económica que sufrió el país como consecuencia de una gran baja del azúcar, lo que originó la quiebra del establecimiento que giraba bajo la razón social de Noriega, Olmo y Compañía. Esta crisis la originó principalmente el cultivo en gran escala de la remolacha en Francia y Alemania y las doctrinas antiesclavistas que mantenía firmemente el entonces presidente de los EE. UU., Abraham Lincoln. Allá por el año 1882, al quedar totalmente abolida la esclavitud y de intensificarse aún más el cultivo de la remolacha en esos dos países, nuestra industria azucarera sufrió la más intensa crisis que se recuerda, ya que el precio del azúcar bajó a medio centavo libra, sin obtenerse compradores, porque el azúcar de remolacha se estaba ya produciendo en Europa abundantemente y su valor en aquel mercado era inferior al de nuestra azúcar. Esta baja fue realmente catastrófica para los hacendados cubanos, y principalmente para la familia Melgares, que poseía siete ingenios, viéndose obligados a hipotecar la casa del Cerro por la cantidad de diez mil pesos, facilitando el dinero un comerciante establecido en la ciudad de Matanzas nombrado don José Sainz. Meses después, la hipoteca se amplió a veinticinco mil pesos más, perdiendo al cabo, en el año 1888, esta casa, al no poder pagar ni tan siquiera los intereses de las dos hipotecas.
Al perder la familia Melgares la propiedad de este inmueble, se trasladó para la casa que fue del marqués de Aguas Claras, situada en la Plaza de la Catedral.
Esta casa del Cerro estuvo largo tiempo desocupada, hasta el año 1890 que fue dada en arrendamiento al conde de Fernandina, que acababa de llegar de París, totalmente arruinado por esta misma crisis del azúcar, pues había perdido toda su fortuna, y con ella, la regia mansión que poseía en la Calzada del Cerro, donde se encuentra actualmente instalada en la Asociación Cubana de Beneficencia. El 11 de mayo de 1893, los condes de Fernandina y la nobleza cubana ofrecieron en la casa del Cerro y Santa Teresa una gran fiesta en honor de los infantes españoles doña Eulalia de Borbón y don Antonio de Orleáns, en ocasión de visitar estos La Habana de paso para los Estados Unidos, para concurrir a la Exposición de Chicago celebrada por el Gobierno de aquel país para festejar el IV Centenario del Descubrimiento de América, y de cuyo gran baile nos ocuparemos el próximo jueves.