Por: Henry Tudor
En: Narrative of a tour in North America
Después de una estancia de un mes en la isla, estaba muy convencido, por la información que recibí de muchos de los más respetables de sus habitantes, del estado de extrema desmoralización de las leyes e instituciones de esta colonia: ¡una hija llena de esperanzas y promesas, usted exclamará probablemente, considerando la maternidad de donde ella ha surgido!
Usted pensará que es increíble cuando le diga que las formas de justicia —llamada así por una sinrazón— realmente alientan, lejos de reprimir, la comisión de crímenes, ofreciéndoles impunidad a los delincuentes, al extremo de que los testigos se abstienen de acudir en contra de ellos. ¿Puede usted concebir algo tan destructivo para la justicia, y que tanto confunda la distinción entre el bien y el mal, como que el testigo y el culpable, el violador de la ley y quien le apoya, sean ambos enviados a la misma cárcel común, esperando allí el día del juicio, como si ambos fueran igualmente culpables?
Más aún, repetidas veces se me ha asegurado por personas muy dignas de crédito —comerciantes y otros— que tal es realmente el hecho. Cuál es el motivo de esta extraordinaria práctica, nunca lo pude saber; pero la consecuencia es muy obvia y alarmante; fundamentalmente, que nadie, con la triste recompensa de la cárcel delante de sus narices, reconocerá saber algo del asunto, cualquiera que haya sido el delito, ni aunque éste haya tenido lugar delante de su misma cara. El barbero que me atendió al segundo o tercer día de mi llegada (modestamente me cargó un dollar, o cuatro chelines y seis peniques por su condescendencia) francamente me confesó que, si al dejar su casa, me viera a punto de ser robado o asesinado en su misma puerta, él, instantáneamente cerraría la puerta y me abandonaría a mi suerte, para evitar la certeza de ser aprisionado como futuro testigo contra el ladrón o asesino que tomó mi cartera o mi vida.
Una política similar, infeliz y desolada, prevalece en todas partes, dentro o fuera de las casas. Pudiera el caso ocurrir pasando por una calle, y el espantado testigo ocular del hecho de sangre, en vez de correr en ayuda de la infeliz víctima, con el sentimiento de humanidad común al salvaje y al hombre civilizado, tornaría a un lado la vista, y apuraría el paso, con el propósito de escapar a la encarcelación que habría sido el premio a su bondad.
Llevando nuestra consideración del castigo corporal al pecuniario, en el caso de la persecución de los ladrones, prevalece el mismo sistema corrompido y ultrajante que impide al ofendido —lo cual es bien sabido por el ofensor— y poseedor de abrumadoras evidencias en apoyo de su convicción, a proseguir lo que en otros países proporcionaría un remedio, pero que, en éste, sólo ocasionaría una desgracia adicional.
Para darles un solo ejemplo: un respetable caballero me confesó que a un comerciante de esta ciudad, en una ocasión, le rompieron la puerta de su tienda o almacén, por la noche, y le fueron robados varios artículos y mercancías por valor de dos mil pesos. El hecho llegó al conocimiento de la policía; la propiedad fue rastreada y los ladrones apresados. Los oficiales de la policía fueron a su almacén llevando consigo una porción de los bienes que ellos habían recuperado, los cuales fueron inmediatamente reconocidos por el dueño, quien, sin embargo, negó que le pertenecieran. Los policías decían que él tenía que reconocer aquellos artículos como suyos ya que los propios delincuentes habían confesado haberlos tomado de su casa. El comerciante, sin embargo, se mantuvo firme en negar la pertenencia de los objetos robados, diciendo que deseaba que se los llevaran y dispusieran de ellos como quisieran ya que no formaban parte de lo que él había perdido, y de esta manera daba por terminado el asunto. El astuto pero sensible comerciante sabia muy bien que, aunque fuera grande la suma que estaba condenado a perder, la primera pérdida era la menor, —mucho menor que la que la mano codiciosa de la ley habría podido imponerle— sabiendo que en el proceso para la recuperación de sus dos mil pesos en mercancías, habría tenido que gastar, en adición, dos mil más. ¡Así es la ley en la Habana!
En los casos civiles como en los criminales, los mismos principios —o, mejor hubiera dicho, la necesidad de ellos— conducen a los mismos resultados. La prosecución de una acción frecuentemente conlleva la ruina; inevitablemente, tengo entendido, cuando los recursos son pocos, y con mucha frecuencia, cuando ellos son considerables. Lo extenso de una causa se hace depender de la profundidad del bolsillo, de aquí que cuando éste se vacía, aquella es rápidamente finalizada. La consecuencia de esto es que para evitar la necesidad y el peligro de emprender una acción, y para preservar su bolsillo de la garra de la ley, los comerciantes no dan crédito más allá de dos o tres días o una semana.
Una desconfianza general permea los varios órdenes de la sociedad. Ni un solo banquero se encontrará a través de toda esta ciudad altamente comercial, en cuya bahía entran, anualmente, entre mil y dos mil navios mercantes, y donde existe una población, incluyendo los suburbios y la población en tránsito, de cerca de 150,000 habitantes.
Cómo es conducido el inmenso tráfico que evidentemente se lleva a cabo en la Habana, lo saben mejor aquellos que participan en él. Cada comerciante, desde luego, está obligado a ser su propio banquero; y, a un riesgo considerable, y con mucha ansiedad, a mantener en su oficina una pequeña o grande cantidad de efectivo, en proporción a la extensión de su negocio. A mí me parece que la fiebre amarilla, siendo tan mala como es, debe ser considerada menos perjudicial para los intereses de la ciudad que la debilidad e imbecilidad de esos que sancionan o permiten la continuación de un sistema tan extremadamente subversivo para la ley, la moral y la religión.
Cambiando la vista de lo moral hacia lo físico —de la condición de la gente a la de la ciudad— puedo informarle que las calles son tan torcidas como las leyes; siendo, en adición, excesivamente estrechas y llenas de huecos y surcos profundos, extremadamente sucios, y solamente comparables con las de esa ciudad, en el otro lado del Golfo, de la cual he llegado recientemente. Parece ser que estaban aún peor durante la visita del Barón de Humboldt, ya que en su “Ensayo del Nuevo Mundo” dice que durante el período de su residencia aquí “la gente caminaba con el fango a la rodilla”.
Un poco al unísono con ese genio inventivo, es la costumbre que prevalece en las mesas españolas en la Habana de damas y caballeros enviándose con los criados pequeños delicados morceaux de cualquier cosa que tengan en sus platos, graciosamente pinchados en la punta del tenedor. Esto es estimado como un cumplido; como lo es también para los caballeros, la graciosa condescendencia de las damas de sorber un poquito del vino de éstos antes de ofrecerles la copa, sin duda alguna, en vista de producir el efecto mencionado por el poeta, y que, desde luego, jamás se equivocará:
“Soon as her lips the brimmer touched, the cup with nectar flowed”.