Por: Emilio Roig de Leuchsenring
En: La Habana de ayer, de hoy y de mañana (1928)
Desde los primeros tiempos de la colonización española en América, constituyó una de las más graves preocupaciones de sus gobernantes y de los propios Monarcas los daños enormes que causaban, principalmente en las poblaciones marítimas, los frecuentes asaltos y saqueos de los piratas y corsarios extranjeros, que no solo robaban e incendiaban en los indefensos poblados, sino que también asesinaban o pasaban a cuchillo a, sus habitantes.
Pero las medidas para precaverse de estos daños, a pesar de su gravedad e importancia, tardaron, como todo cuanto tocaba resolver al Gobierno de la Metrópoli relativo a sus colonias de Indias, muchos años, y fueron objeto de largas polémicas.
La Habana tardó mucho tiempo en gozar de los beneficios de su fortificación. Y fué necesario, para que ésta se acometiese, el que en 1538, y siendo su Gobernador Don Juan de Rojas, unos piratas la asaltaran, matando a muchos de sus habitantes y arrasando con cuanto hallaron a su paso, robando lo de valor y utilidad, incluso las imágenes de los templos, incendiándola, por último, antes de retirarse, quedando casi toda la villa reducida a cenizas.
Ante desastre tan pavoroso, el Adelantado de la Florida, Hernando de Soto que, desde hacía unos meses antes, había llegado a la Habana como Gobernador y Capitán General de la Isla, ordenó al Capitán Mateo Aceytuno, natural de Talavera de la Reina, reedificase las casas que no fueron completamente destruidas, y construyese alguna fortaleza para la defensa de la villa.
Y así lo hizo éste, levantando, después de algunos años de trabajos, lo que se llamó primero Castillo de la Real Fuerza, y después, cuando se levantaron otras fortalezas, la “Fuerza Vieja”, por ser la primera y la más antigua de todas las de la Isla.
Hasta 1544 o 45 no se terminó por completo su construcción, pues en 1546, a petición de su Alcaide, que lo fué el propio capitán Aceytuno, se expidió Real Orden para que los navios que entrasen en el puerto, saludasen la fortaleza.
¿Cómo era la Real Fuerza?
Cedamos la palabra al historiador Arrate para que, con el sabor y calor de la época, nos describa cómo era y dónde se encontraba situada, ya que si de lugar no ha variado la Fuerza, ese lugar y sus alrededores sí eran en la Habana de antaño muy distintos a lo que son hoy, siendo de notarse, como una de las variantes importantísimas entre el ayer y el hoy, que las aguas del puerto llegaban hasta el propio pie de la fortaleza.
Oigamos lo que el más antiguo de los historiadores de Cuba, Don José Martín Félix de Arrate, dice en su obra Llave del Nuevo Mundo antemural de las Indias Occidentales, escrita en 1761, sobre la más vieja de todas las fortalezas de la Isla de Cuba:
“Está plantificada la referida Fuerza en esta banda de la bahía que cae al Poniente, frontera a la sierra de la Cabaña al mismo labio u orilla del mar y raíz de la población opuesta a la boca del puerto que descubre enteramente. Es una fortificación regular cuadrilátera, con cuatro baluartes, uno en cada ángulo; aunque es algo reducida es muy fuerte, por ser sus murallas dobles y sus terraplenes de bóvedas: la altura de aquellas será de 24 a 25 varas y está circundada de un buen foso donde se ha labrado en estos tiempos una gran sala de armas: tiene en el ángulo saliente que mira por un lado a la entrada del puerto, y por otro a la plaza de armas, un torreón con su campana con que se tocan las horas y la queda de noche y se repiten las señas de velas que hace el Morro, poniéndose en él las banderillas correspondientes al número de las que han avistado, con distinción de las que aparecen a barlovento o reconocen a sotavento.”
Cerca de la Fuerza se construyeron después el Palacio del Capitán General, hoy palacio del Ayuntamiento y Alcalde, y el del Segundo Cabo, hoy Senado. A unos cien metros se encuentra el Templete y la ceiba conmemorativos del primer Cabildo y, según la tradición no confirmada, también de la primera misa celebrada.
Por ser el edificio más seguro de la Habana, en los tiempos de su construcción, a la Fuerza trasladaron su residencia los Capitanes Generales y Gobernadores de la Isla, siendo el primero que la ocupó el Gobernador Tejeda, en 1590, y después, sus sucesores, hasta que se construyó el Palacio del Gobierno.
Cada uno de ellos le hizo ampliaciones e introducía reformas, según sus gustos y necesidades familiares. El Gobernador Guazo, en 1718, le construyó rastrillo, cuarteles altos y bajos y caballerizas para el servicio militar. El Mariscal de campo D. Francisco Cagigal le levantó una pieza sobre el caballero que caía al mar, para sala de recibo, y balcón circundante. Tacón, le fabricó varios cuarteles. Vitrián de Bahamonte le hizo numerosas reparaciones.
La Real Fuerza recibió el bautismo de fuego y estrenó sus baterías en 1554 contra cinco buques franceses mandados por M. Roberto Baal, al que hizo huir y reembarcarse. Sus últimos fuegos se lanzaron en 1762 cuando el asedio y toma de la Habana por los ingleses.
Tal es la más vieja fortaleza de Cuba, bastante bien conservada hasta nuestros días, y que constituye uno de nuestros pocos monumentos históricos. Hoy, y desde hace muchos años, ni el mar llega hasta sus orillas, ni desde ella se domina el puerto, ni sirve de defensa del mismo ni de la ciudad, ni desde su torreón se da, en conexión con el Morro, el aviso de la llegada de las embarcaciones.
Sobre ese torreón-campanario se levantaba, hasta el 20 de octubre último, en que el ciclón la echó abajo, como expresión elocuente de que nuestra capital había sido furiosamente azotada por el terrible meteoro, una sencilla y bellísima estatua de bronce, representando una mujer, que la tradición consideró como figura alegórica, símbolo, como la estatua de la India lo es hoy, de la ciudad de la Habana, al extremo de que un dicho popular afirmaba que “Muchos han venido a la Habana y no han visto La Habana”, refiriéndose a los que, aun encontrándose en la ciudad, no habían contemplado esa estatua. Se supone colocada durante el gobierno de Vitrián de Bahamonte, y su autor fué, según aparece del medallón que la estatua tiene en el pecho: “Jerónimo Martín Pinzón. Artífice, fundidor-escultor.”
Sobre su viejo torreón se ha colocado de nuevo esta artística estatua, simbólica de nuestra Capital, para demostrar a propios y extraños de que si un día las furias la azotaron, sus habitantes supieron ser fuertes ante el infortunio y diligentes en la reconstrucción de los daños sufridos, revelando el amor y entusiasmo intensos que profesan a su ciudad de San Cristóbal de la Habana.