Por: Francisco González del Valle
En: La Habana en 1841
La cubanidad la crearon los propios colonizadores, cuyos hijos, llamados criollos o indianos, se sentían de distinta condición a sus padres. Este espíritu regional existía frente a sus progenitores peninsulares, y se consideraban los nacidos aquí más dueños que aquéllos del país en que vieron la luz y de cuanto en él había, que era todo explotado por los colonizadores, en lugar de ser conservado y mejorado como cosa propia. Los nativos defendían sus bienes materiales y también sus ideas y la cultura por ellos formada, que no era exclusivamente hispánica, pues estaban visibles en ella las huellas de las de otras naciones del viejo mundo, como Francia, Inglaterra, Italia, y aun algo de Alemania.
La esclavitud, que envileció el trabajo, apartó al hombre blanco del ejercicio de toda labor manual, tanto en el campo como en la ciudad, inclinándolo a la holganza, es decir, al vicio. De la clase rica y la burguesía, desde muchos años atrás, salían los profesionales: médicos, abogados, farmacéuticos, agrimensores, maestros, procuradores, jueces, magistrados, militares y clérigos; pues el español peninsular que explotaba el comercio y la industria no quiso poner a su hijo criollo detrás del mostrador; quería que fuera señorito, que estudiara una profesión; lo mandó a la escuela, a la Universidad, al Seminario, para hacerlo de mejor condición que la suya. Al ilustrarlo, lo aparta del ejercicio del comercio, que el criollo mira con desprecio, y lo lleva a aspirar al mejoramiento de Cuba, que ya es su patria y, por lo mismo, cosa muy distinta de la España de su progenitor.
A la Iglesia había que recurrir entonces, porque tenía en sus manos el privilegio de la enseñanza superior que daba en sus conventos y colegios seminarios y en la Universidad, centro máximo expedidor de títulos en las pocas carreras liberales que en aquella época existían. La de La Habana se llamaba de San Jerónimo, era Real y Pontificia, y estaba en el convento de Santo Domingo, regida por frailes de esta orden hasta el año de 1842, en que quedó secularizada.
El primer caso a señalar de la cubanidad —entre otros muchos que pudieron ocurrir antes, pero ninguno, desde el punto de vista de la ilustración y la cultura, tan elocuente—, es el que ocurre, al principio del siglo XIX, entre el recién llegado escritor español Ramón de La Sagra que publica como suyo un artículo relativo a la filosofía de Kant (1821), que los estudiantes del Seminario de San Carlos de La Habana califican de plagio en el periódico El Observador Habanero en que un grupo de ellos colaboraba. Poco tiempo después, siendo el propio La Sagra profesor de Botánica, aparece un cometa en nuestro cielo que da motivo a que en los periódicos alguien pregunte si esas estrellas errantes eran mensajeras de calamidades o podían producir la desaparición de la tierra a consecuencia de un choque.
No era materia propia del profesor de Botánica citado, ni venía obligado a tratar de ella en su clase ni menos públicamente. Sin embargo, como se tenía por hombre de ciencia y de cultura general, hace lo uno y lo otro; es decir, explica a sus discípulos de Botánica lo que era un cometa, y luego, para ilustrar al público todo, da una síntesis de lo explicado en cátedra, que aparece en el Diario de la Habana, de fecha 16 de octubre de 1825. Tan atrasados resultan los conocimientos astronómicos del profesor de Botánica, que José de la Luz y Caballero, que explicaba a la sazón Filosofía y Física en el Seminario de San Carlos, se cree obligado, y lo estaba, a decir lo que no había dicho La Sagra, a ilustrar la opinión y hacer ver cuan falsos eran los temores que abrigaba la ignorancia, y sobre todo, a demostrar cuan pobres y atrasados eran los conocimientos del flamante profesor de Botánica, quien, ignorante de la materia, no había hecho otra cosa que traducir o copiar lo escrito por astrónomos o físicos que resultaban ya muy atrasados en sus conocimientos.
El propio Dn. Ramón había de ser quien encendiera una vez más la protesta de los cubanos contra él, representante genuino del gobierno de la Metrópoli y menospreciador de los legítimos valores cubanos, a los que no se les quería conceder mérito alguno. Esta vez fué directo el ataque del que, creyéndose sabedor de muchas cosas, a pesar de que ignoraba hasta la ciencia que enseñaba por nombramiento real en el Jardín Botánico de La Habana, emitió su juicio sobre el primer libro de poesías de José María Heredia, impreso en Nueva York en 1825. No quiere reconocer Dn. Ramón el genio poético del Cantor del Niágara, y por eso no examina ni menciona siquiera la oda famosa ni la titulada Fragmento descriptivo de un poema mexicano, deteniéndose tan sólo en las composiciones de arte menor, en las amorosas.
Deja ver el crítico su mal disimulada intención de menoscabar al primer gran poeta cubano, y así resulta de dura y violenta la defensa que hacen de Heredia dos habaneros ilustres: Ignacio Valdés Machuca y Manuel González del Valle (Desval y Dorilo). Pero esto es nada comparado con la defensa que hace de Heredia y el ataque a La Sagra que escribe en el Mensagero Semanal, de Nueva York, el formidable polemista José Antonio Saco. Ridiculiza al profesor de Botánica y pone al descubierto su mala intención, demostrando además su ignorancia de la ciencia que enseñaba. Esta polémica da motivo a que La Sagra envuelva en la discusión al padre Várela, que ya había terminado de publicar su periódico separatista El Habanero, y que ahora dirigía y redactaba junto con Saco El Mensagero Semanal, pero que no había tomado parte alguna en la polémica referida. Dn. Ramón ataca a Várela, y Saco lo defiende vigorosamente. La Sagra dice entonces, en mérito de su españolismo y para que no fuera a quedar ignorado, que él era el autor del otro folleto anónimo escrito contra El Habanero. El primero era de Antonio Zambrana; el segundo, que se había atribuido a Tanco, era del profesor de Botánica.
Esta polémica es el inicio del expediente que el gobierno de la colonia le abre a Saco, y que, unida a la defensa que éste hace más tarde de la “erigida y no consentida” Academia Cubana de Literatura, determina su expulsión por largos años de la tierra que nunca ha de olvidar ni tampoco a los amigos que en ella deja, defendiéndola honradamente y trabajando por su mejoramiento político, social y económico y engrandeciéndola en el orden intelectual. ¿Qué otro cubano, cualesquiera que sean sus defectos o ideas, ha podido hacer más que él en su tiempo y desde el exilio por engrandecer a su patria?
Los hechos relatados evidencian, sin lugar a dudas, que el espíritu o conciencia de la cubanidad estaba formado desde tiempo atrás, cuando de manera tan exaltada se exterioriza al ser atacado o rebajado el mérito de uno de sus más genuinos representantes, por un escritor español protegido por la Metrópoli y el gobierno colonial.
Cuando Luz y Caballero defiende a Saco ante el general Tacón, que lo quiere confinar en un pueblo interior de la Isla y obtiene que le dé pasaporte para salir al extranjero, y contesta en nombre del bayamés los ataques cobardes e insidiosos de otro español, Juan Justo Reyes, lo hace no sólo en nombre de la amistad que los une, sino también de la cubanidad. Por iguales motivos había actuado años antes Francisco Arango y Parreño cerca del capitán general Mariano Ricafort para conseguir que no fuera desterrado el ardoroso polemista citado. Y este mismo no hace otra cosa, al defender a Heredia y a la Academia Cubana de Literatura, que romper lanzas por Cuba, por la cultura de su patria, que desconocen o menosprecian los que más interesados debían haber estado en hacerla resplandecer: los colonizadores, es decir, los progenitores.
Durante la polémica filosófica sobre el cousinismo, cuando al final interviene en ella el español Nicolás Pardo y Pimentel —uno de los redactores principales del Noticioso y Lucero— no se conforma con discutir los principios filosóficos de sus contendientes, sino que ataca el espíritu de libertad, de independencia de criterio que revelaba la filosofía experimentalista inglesa de J. Locke; filosofía que por ser inglesa y protestante había de ser necesariamente contraria al Trono y al Altar, las dos instituciones máximas de la dominación española en Cuba, consideradas intangibles. Pardo Pimentel consiguió al fin lo que deseaba: que Luz y Caballero terminase la polémica que con tal derroche de argumentos y conocimientos venía sosteniendo hacía más de dos años desde el Diario de la Habana y de su cátedra del convento de San Francisco.
En efecto, Dn. Pepe, enfermo y agotado por el esfuerzo mental y por los ataques injuriosos que sufre, tiene que dejar en 1840 la polémica y su cátedra de San Francisco, y ausentarse para los Estados Unidos de Norteamérica en el mes de mayo a recobrar su quebrantada salud y el sosiego de su espíritu, como ya se ha dicho.
Los que hayan leído con algún detenimiento los diferentes periódicos diarios de hace un siglo o poco menos, habrán podido percibir el espíritu de cubanidad o de españolismo que emana de sus columnas. El Noticioso y Lucero, por ejemplo, aunque en él escribieran cubanos, dejaba ver su españolidad y anticubanismo, y es por eso rival constante del Diario, no sólo por antagonismo de empresa, sino por las manifestaciones de cubanidad y liberalidad de que daba muestras este periódico, desde cuyas columnas mantenía Luz y Caballero su polémica filosófica. Cubano, cubanísimo, hasta donde podía serlo un periódico de aquel tiempo, era El Faro Yndustrial de la Habana, en el que escribían Antonio Bachiller y Morales, Ildefonso Vivanco, Cirilo Villaverde, José Gabriel del Castillo, Manuel Costales y otros, a los que hostilizaba con frecuencia el Noticioso y Lucero, hasta llegar a poner en práctica procedimientos censurables en todo tiempo. E! Faro los descubrió y los dio a conocer al público en el número de 24 de diciembre, del que se toman estos datos:
Los editores de El Faro Yndustrial de la Habana de 24 de diciembre hablan de la buena acogida que el público le ha dispensado al periódico y de la “guerra encarnizada, con innobles miras [de otros colegas]. Nos sonsacaron cajistas, sobornaron nuestros repartidores, haciendo que la población de Extramuros estuviese tres días sin recibir el periódico”. Dicen que en el primer mes se han inscripto 1,500 suscriptores, y como el lema de El Faro es “vender barato para vender mucho”, ofrecen para el año nuevo otras ventajas a los anunciantes. A pesar de hacer cuanto la mala fe y la envidia le sugirieran al Noticioso y Lucero, El Faro ve desaparecer al Noticioso, al cual sobrevive muchos años.
Hay otros hechos que conviene citar, reveladores del espíritu criollo. Los aplausos y llenos que obtenía Covarrubias en todos sus beneficios teatrales se debían al mérito propio del actor, pero también en gran parte a su condición de cubano que aprendió por sí solo el arte escénico, llegando a ser el primer “gracioso” o “gracioso absoluto” como entonces se decía, de cuantas compañías teatrales de verso actuaron en esta Capital a partir de 1800. No hubo ninguna que no lo llamara a trabajar con ellas. El espíritu criollo se manifestó además con respecto a este actor habanero cuando en 1841 se abrió una suscripción para litografiar su retrato —que fué cubierta con creces—, al propio tiempo que se iba a publicar su biografía. El cronista del Noticioso y Lucero, que firmaba Arcadia —y no era otro que Lucas Arcadio de Ligarte— que escribía la sección Mosaico Cubano, propuso que se le representase al ser litografiado en su traje usual, natural o corriente y que de no ser así sea preferible el de guajiro, porque a más de que él representa esta clase de papeles con inimitable propiedad, es el más apropósito tratándose de un actor hijo de Cuba y cuyas gracias son muy locales.
Hay, también, un lamento poético cubano dirigido A la gigantesca ceiba que ocupaba un lugar entre los árboles de la antigua Alameda, [la de Paula] que firmaba E. A. de C, del cual son las siguientes estrofas:
¡Ceiba! ¡en vano te busco!… ¡ya no existes!…
¡Del hacha destructora al duro filo
Caer tus brazos desgajados vistes,
Y tu cuerpo, dejando el vital hilo,
Sobre el polvo rodar!…
Hoy en el sitio que ocupó tu planta
Y tu tronco posábase vetusto,
Entre flores efímeras levanta
El débil tallo de extranjero arbusto,
La mano criminal…
¡Epílogo de dos generaciones!
Sólo un recuerdo existe de que has sido,
Que hoy debilitan nuevas ilusiones,
Y en el inmenso campo del olvido
Al fin te perderás…