Por el promotor de lectura Adrián Guerra Pensado
Cielo de Hiroshima, 6 de agosto de 1945
El avión B-29 trae en su vientre un objeto de tres metros de largo y más de cuatro toneladas de peso. A las ocho y cuarto de la mañana el piloto recibe la orden de dejarlo caer. Apenas demora un minuto en tocar tierra de Hiroshima. La explosión de aquella bomba de uranio equivale a cuarenta millones de cartuchos de dinamita. El inmenso hongo blanco se levanta. En 1970 se publican por vez primera algunas de las fotos de las víctimas de las radiaciones pues eran secreto militar.
El otro hongo
Tres días después de Hiroshima, otro B-29 sobrevuela el cielo japonés. El objetivo era probar la bomba de plutonio en la ciudad de Kokura, pero el mal tiempo y la falta de combustible sellaron la suerte de Nagasaki.
El padre de la bomba
Robert Oppenheimer, que había dirigido los experimentos atómicos previos al empleo de las bombas, tres meses después de los ataques a Hiroshima y Nagasaki, le confesó al presidente estadounidense Harry Truman: Siento que mis manos están manchadas de sangre.
Truman le dijo a su secretario de estado: Nunca más quiero ver a este hijo de… en mi oficina.
En 1995, la Institución Smithsoniana anunció una gran exposición sobre las explosiones de Hiroshima y Nagasaki en Washington pero el gobierno la prohibió.
Nadie en el mundo olvidará jamás que en un lapso tan breve, como el necesario para decir Buenos días les deseo a todos por acá, desaparecieron más de doscientos mil seres humanos indefensos.