Por Mario Cremata Ferrán
¿Qué puedo decirte, Leal amigo, que no supieras ya? ¿Acaso que extrañaremos tu palabra encendida, esa fuerza volcánica capaz de desplazar montañas y torcer el curso de las aguas, o tu carácter preclaro y hasta los chispazos fecundos de amador sin reposo?
¿Qué puedo expresarte en estas letras que demoran en brotar, como si se resistieran, a sabiendas de que quien escribe hubiera preferido mil veces arder en el fuego antes que sentir el deber moral de componerlas?
¿Qué puedo hilvanar, con elemental coherencia, si este vacío aplasta a quienes te tenemos como vigía y faro, nos deja sin aliento, y nos clava el dolor allá en lo más hondo, donde más duele?
¿Qué voy a hablar yo de la patria, si tú, orgulloso de nuestra herencia magnífica, mejor que nadie encarnaste al patriota, y me enseñaste a amar esta tierra como algo sagrado y real, a defenderla hasta con los dientes si fuera preciso?
¿Qué gano con ponerme a elucubrar si vale más la Historia o la poesía, cuando tú, con el bregar de lo cotidiano, me hiciste comprender que mientras la Historia nos ofrece la crónica de los acontecimientos tal como fueron, la poesía nos los devuelve como debieron ser?
¿Qué sentimiento puede equipararse al duelo espontáneo que sacude a este país desde que se conoció la noticia terrible, a ese marasmo que embarga las calles de tu Habana de las sábanas blancas, y que no es que le falte el sonido, sino que tiene el silencio, como suscribiría tu dilecta Fina García-Marruz?
¿Qué confesión podría estar a la altura de esa que te ofrendó, en vida, la martiana poeta de Orígenes, seguramente el más bello epitafio que pueda colocarse en el sitio donde reposarán tus cenizas?: «En su sacrificio humilde, en la entrega tenaz de sus horas, en la vehemencia prometeica con que ama a La Habana, Eusebio Leal, como en tantas otras cosas, es donde está su huella. Cuando lo olviden los hombres, todavía lo recordarán las piedras».
¿Qué si no mi fidelidad, mi gratitud, o mi reverencia callada pero limpia y llana, puedo ofrecerte en esta hora de llanto y también de serena conformidad por tu vida abnegada al servicio de una obra mayor que es Cuba?
¿Qué voy a repetirte una vez más que el hecho de encontrarte fortuitamente aquel día, en la escalera de tus sueños mejores, me cambió la vida, y que a mis 16 años tenía clarísimo que desde entonces te serviría, como uno más de tus soldados incondicionales?
¿Qué poco original de mi parte elogiar tu grandeza, ponerme a encomiar tus virtudes o incluso tus defectos como criatura humana al fin, cuando dejas una obra tangible e intangible que se sostiene por sí misma, escudo contra el cual se estrellaron calumniadores y enemigos?
¿Qué flaco favor a tu legado y memoria regodearme en la nostalgia, intentar una explicación para este vacío, o acaso recurrir a esa disquisición que tanto te irritaba de «cualquier tiempo pasado fue mejor»?
Como frente a la certeza de tu partida cualquier idea se me antoja peregrina y tal vez estéril, lo único conveniente y a tu altura es aferrarnos a tu eterna sapiencia procurando no dejar morir tu apostolado.
Eso habrías querido, padre y amigo. Eso pide Cuba, tu madre amantísima.
Eso es ser leal al juramento que te hice la última vez que nos vimos. Eso intentaremos quienes asumimos, prendido del alma, ese dulcísimo misterio que estremeció al mártir de Dos Ríos: la cubanía.