Por Andrés Machado Conte
No se equivocó el Generalísimo al conocer a bordo de un tren al niño Rubén Martínez Villena: “Tu vida tendrá luz plena de mediodía”. Ni el rigor de la lucha, ni la tuberculosis, ni la muerte misma, lograron apagar aquella perennidad cenital de tanto sol. Cada testimonio sobre sus últimos minutos de existencia en la madrugada del 16 de enero de 1934, cuenta exactamente de su valor, de su aplomo, de la firme convicción en sus ideas.
Aquellos instantes postreros del héroe transcurrieron en el Hospital sanatorio “La Esperanza” de La Habana. En alusión al nombre de la institución, Raúl Roa escribiría más tarde que ese día, el sanatorio “vio salir por su pórtico, definitivamente rota, la esperanza más alta y más noble de la juventud cubana”.
Desde mucho antes, había elegido el oficio de revolucionario. Para semejante quehacer, Mella había dispensado la palabra justa: “Caemos como soldados donde la bala enemiga nos encuentre”. Poco antes había regresado de la Unión Soviética al saber que su mal era irreversible, para conocer a su pequeña hija recién nacida (Rusela), y para alistarse en la batalla en ciernes contra la dictadura de Gerardo Machado. Aquel regreso estaba signado por el morir.
Dicen que llegó a besar a la niña en la frente, ya en los últimos estertores. Por ahí existe un son-homenaje del grupo santiaguero Granma, donde un sujeto lírico habitado por la música se pregunta insistentemente: “¿Con qué pedazo de pulmón se hizo la huelga?” Herido mortalmente por la tisis, Rubén Martínez Villena concurrió al reclamo de la historia, que traía consigo tantos vientos de revolución.
Para Rubén siempre habrá un lugar en las letras cubanas, muy independientemente de su propia decisión de abandonar la poesía, de romper y hasta denostar los versos que escribió. Creyó que el laboreo escriturario le alejaba de su tarea perentoria, o que le robaba tiempo a la lucha por el advenimiento del socialismo, y renunció explícitamente a la literatura.
De todas formas, legó obras ciertamente ejemplares que demuestran la alta factura. Aún conmueve la Canción del sainete póstumo, donde evidentemente se despide. También La Pupila Insomne, El Gigante, y la Insuficiencia de la escala y el iris. Jóvenes cantautores cubanos ejercitan la ofrenda de la trova con sonetos de Rubén Martínez Villena.
El hombre tendrá igualmente un sitio en el ensayo de tema histórico-social revolucionario. Rubén compartió aquella idea de la Internacional Comunista de que el secretario general del Partido debía ser un obrero y no un intelectual. Por eso jamás ocupó ese cargo, a pesar de su carisma, de su encanto, de su liderazgo natural.
Y defendió a Mella ante el mismísimo tirano Machado, en uno de los careos más encendidos y ejemplares de la historia. Y lo hizo igualmente ante las envidias mezquinas dentro del propio movimiento revolucionario mundial contra el propio Julio Antonio, y muy específicamente del reconocido decisor en Moscú, el ítalo-argentino Vittorio Codovilla.
Límpido y vertical, como la Protesta de los Trece y tantos versos heroicos, Rubén Martínez Villena se fue aquel 16 de enero de 1934 con toda la lumbre del mediodía, sin un tiempo para la lágrima, reclamando cargas contra bribones, desde su eterna casa en la Utopía.
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