La Habana, 18 de octubre de 1927.
Dr. Jorge Mañach.
El País.
Habana.
Amigo Jorge Mañach:
En verdad que a juzgar por tu réplica, soy como ironista, un… ¿qué te diré?… Bueno, el final de la frase que citas: «Tu quoque…» Pocas, muy pocas veces uso la ironía; y de ahí que sea tan torpe al esgrimirla como quien, habituado a la pesadez del hacha, se pone a hacer fintas con el florete.
Pero si yo soy Bruto en la ironía, no tengo reparo en reconocer que tú eres César en la polémica: consideras mi epístola como una reacción de mi vanidad (que ahora descubres) y en tu respuesta procuras —para reforzar el argumente)— presentarte con una humildad franciscana,como un ser pequeño e indefenso: lo que está bien en desacuerdo con la conciencia de tu talento, tu valor de crítico y tu acostumbrada actitud de escritor.
Únicamente a mi «brutalidad» o a tu «cesarismo» {quizás a ambas cosas) puedo atribuir el desparpajo con que afirmas que me ha amoscado tu juicio sobre mi obra; y así como ayer me llamabas «modestísimo», hoy supones que a mi voracidad de superlativos, tu parsimonia parece tacañería.
Pero, ¡hombre! ¿Será posible, Mañach, que no te des por enterado del sentido de mi protesta? ¿O es que pretendes, amigo, hacerme comulgar, no ya con ruedas de molino, sino con una voladora de ingenio? ¡Oh, no!, no me apena tu juicio sobre mi obra —juicio que, además, ignoro—, ni es que se haya soliviantado mi vanidad porque no me abrumas a epítetos encomiásticos. No, amigo, no te confundas al extremo de adulterar el contenido de mis burdas ironías. Al revés, Mañach, precisamente, al revés; lo que me molesta, querido, es que sin motivo alguno, ni en tu concepto ni en el mío, me claves ese marbete de «Nuestro Rubén».
¿No sabes, más que de sobra, lo que representa en la literatura castellana y en la historia de las letras de América ese formidable Rubén «único», el hijo de Nicaragua el Bardo por antonomasia? Creo que no has de restar la gloria a tu vanguardismo, pues no te supongo dentro de la facción de los «avanzados» denostadores de Darío, ese simpático bando de «terroristas» de la literatura, cuya función útil es sólo conmover el mal gusto burgués y las reglas, pudiéramos decir «adjetivas del Arte».
Y si sabes aquello, ¿por qué comparar con Darío —comparación que sugiere el apodo con que me nombras— al escritor cuya obra te parece mínima, y en realidad lo es; de cuyo prestigio como tal dudas con razón, al extremo de explicártelo por razones ajenas a esa condición mismade poeta? ¿No ves claro, Mañach amigo, que el solo hecho de la homonimia, de la identidad accidental del nombre, no basta a justificar la comparación, no es suficiente a basar una analogía absurda? Y si he escrito algunos versos, ¿no resalta aún más lo inadecuado de esa desproporción ante lo poco y malo que he hecho y el sobrenombre abrumador que me espetas?
¡Hambre de superlativos! Eso crees que tengo: ¿tienes disponible algún otro que pueda satisfacer más a un versificador que ése? Pues de él también protesto y su exageración rechazo desde ahora.
Si fuera partidario de esos «tropicalismos» que convierten en excelso, eximio, egregio y sagrado a cualquier figurilla de nuestro suelo y que ensayan frecuentemente la ridicula apoteosis de Pacheco, créeme que estaría a gusto embonándome el sayo por ancho que me viniera. 0 en el caso de que fueras tú el aficionado a ello, habría hallado natural la hipérbole impropia. Pero si lo uno y lo otro es falso, forzoso es que hiciera ver mi inconformidad asombrada, en un tono acorde con la ironía que en sí misma lleva la absurda analogía que sentabas.
Aún pudiera aclararte algunas cosas, pero no quiero agotar tu paciencia ni abusar del espacio que me cede el diario que honras con tu talento de crítico «a pesar tuyo».
¿Estará esto claro? Creo que sí; al fin y al cabo, en muchas cosas estamos de acuerdo. Después de esta escaramuza nos conoceremos mejor y es siempre saludable entre los que marchan relativamente juntos; que ya tú y yo aunque viajando en artolas, hemos hecho juntos alguna excursión al ideal.
Tuyo afectísimo amigo y admirador,
R. MARTÍNEZ VILLENA.
El País, 19 de octubre de 1927.