Por Jorge R. Bermúdez
A la memoria de Roberto Fernández Retamar, quien siempre nos recordó la deuda que tenemos con Villena.
I
“¿Y qué hago yo aquí donde no hay nada
grande que hacer? ¿Nací tan sólo para
esperar, esperar los días,
los meses y los años?”
La interrogante existencial con que Rubén Martínez Villena inicia su poema “El gigante”, a no dudar, también se la hizo lo más activo de su generación. Su obra literaria y revolucionaria será su respuesta a tamaña pregunta, en razón de una sociedad que se manifestaba cada vez más distante de hacer realidad el sueño martiano de una República “con todos y para el bien de todos”.
Como casi siempre sucede con todo joven con vocación cierta para las letras, la poesía será su primera arma para enfrentar esta realidad. Desde los días de Julián del Casal, la poesía cubana, la más activada al cambio, venía gestándose a través de una nueva generación de poetas, cuyos asuntos y manera de abordarlos se apartaban cada vez más de las pautas de la poesía modernista otrora dominante. Entre los poetas que se darían en llamar “nuevos”, destacaría el joven Rubén, quien con solo veintisiete años de edad, es seleccionado para formar parte de la antología La poesía moderna en Cuba, realizada por José Antonio Fernández de Castro y Félix Lizaso, concebida en 1925 y editada al año siguiente.
De hecho, la madurez intelectual de Rubén, excede a la de casi todos sus contemporáneos con iguales inquietudes intelectuales y deseos de cambiar la realidad social y política imperante en el país. Esto explica que, una vez graduado de abogado, liderara la denominada “Protesta de los Trece”, en 1923; acto de manifiesta rebeldía, el primero en incorporar a la lucha política a la joven intelectualidad cubana del período de entreguerras (1914-1939). Al llevarse Emilio Roig de Leuchesenring la tertulia literaria del café “Martí” para la revista Social, por entonces, una de las más prestigiosas del mundo artístico y literario de Hispanoamérica, la obra poética y ensayística de Villena, junto a la de otros jóvenes escritores como Juan Marinello, Jorge Mañach y José Zacarías Tallet, se proyectará en un ámbito estético-comunicativo cualitativamente superior.
II
Con tales antecedentes, nada tiene de casual que un intelectual de la talla de Fernando Ortiz, empleara al joven abogado como secretario en su bufete. En tal cargo, Rubén conoció a Pablo de la Torriente Brau, o, mejor dicho, Pablo conoció a Rubén, de quien nos dejó una anécdota que ilustra como ninguna otra la condición humana e intelectual de nuestro hombre. Rubén, según Pablo, “estaba entonces en el dominio de todos los records deportivos y conocía una porción de cosas del teatro y del cine. Rubén llegó a mi amistad profunda precisamente por esos caminos. Me hablaba de los home runs de Babe Ruth, de las carreras de Paavo Numi, de los nocauts de Jack Dempsey. Era maravilloso, pero mostraba tanto interés como yo por todo ello. En la azotea del bufete Ortiz, Jiménez Lanier Barceló, donde yo trabajaba y él había trabajado, cuando terminaban las labores de oficina, jugábamos a la pelota y nos divertíamos como dos mataperros. Luego, antes de bañarnos, corríamos, encueros, por entre todas las salas del bufete, entre los pedestales de bustos serios y las ceremoniosas mesas de caoba. A veces, en broma, nos poníamos a imitar las ridiculeces de los tenores en Rigoleto y El trovador, y a lo mejor se nos iban espantosos gallos”. [1]
Como se ve, todo empezó como empiezan las amistades entre jóvenes, jugando y hablando sobre sus deportes y deportistas favoritos, hasta que un día… “en medio del juego, Pablo le habló de literatura y de versos. Rubén se detuvo sorprendido, tiró la pelota y disertó larga y bellamente al respecto”.[2] Vio en Pablo a otro de su estirpe, la de los hombres de letra y de acción. Sólo entonces terminó por fundirse la amistad sobre el entramado del tiempo que les correspondía expresar y cambiar. El deporte los juntó, la literatura los hermanó, y, por supuesto, la lucha de ambos contra toda manifestación dictatorial e imperialista. En 1929, Pablo publica su primer cuento, “El héroe”, y es Villena quien se encarga de presentárselo a José Antonio Fernández de Castro, por entonces, al frente del Suplemento literario del Diario de la Marina.
En junio de 1930 contrae matrimonio Pablo con Teresa (Teté) Casuso Morin, quien será su compañera de toda la vida. Desde Nueva York, Rubén le envía un poema de regalo: “Mensaje pre-nupcial anticatólico”, si no el último, sí uno de los últimos que escribiera el amigo-poeta.[3] El título lo dice todo. Rubén, que nunca ha visto a Pablo de frac, se burla de él, porque el amor que siente por Teté y el deseo de esta de casarse por la Iglesia, lo lleva a aceptar el boato y la etiqueta que a toda pareja le impone un casamiento de tal naturaleza. Pero el amor lo puede todo y vuelve loco al más cuerdo. He aquí dos fragmentos del poema de Rubén, que dan una idea de su contenido:
Con mi mejor deseo
Por vuestra dicha futura y presente,
Honradamente…
Creo…
¡Que metieron la pata!
(…)
La vida puso
Y Amor dispuso;
Vino un prejuicio y lo descompuso. [4]
“Una foto de pequeño formato puede entenderse como la imagen que realmente quería ver Rubén de la pareja amiga, si nos atenemos a las estrofas antes citadas. En la misma, se ve a Pablo y a Teté en el más cotidiano e íntimo contexto post-nupcial: Pablo, de overol, estrecha la cintura de Teté, vestida con ropa de diario, mientras una amplia sonrisa denuncia la felicidad de ambos”.[5]
III
Lamentablemente, la iconografía de Rubén Martínez Villena no cuenta con una o dos fotos de alto nivel estético, como sí sucede con la de Julio Antonio Mella, ganancia resultante de su relación sentimental con la fotógrafa italiana Tina Modotti durante su exilio político en México. Al igual que la iconografía de Pablo, las fotos más reproducidas del poeta de La pupila insomne, si bien participan de la mejor fotografía de estudio de la época, quedan en el límite justo que marca la diferencia entre un fotógrafo profesional y un artista de la lente. De la iconografía de Rubén, solo en dos de sus fotos domina la transparencia de sus ojos, la parte que mejor visibiliza su expresión de poeta y soñador, no así la del luchador social que fue. Ambas fotos nos remitan a Raúl Roa y la impresión que le causara los ojos de Rubén, cuando dijo: “…los tenía claros como su dialéctica maravillosa”. Mientras la foto que se tomara con su cuñado, el también poeta José Zacarías Tallet, en Alquizar, en 1924, en la que este último enciende un cigarro, es un buen ejemplo de espontaneidad y naturalidad en la fijación de una acción, por sencilla que esta fuera. La siempre tentadora captación del instante, aparejada con la veracidad de la toma, queda en esta foto sustentada por los presupuestos estéticos del realismo en la fotografía de la época.
IV
Rubén Martínez Villena, finalmente, reaccionará ante las hostilidades, desigualdades y mediocridades de su medio social, anteponiendo la acción revolucionaria a la poética, como una cualidad superior del hacedor de versos, tal y como lo hizo saber en su “Mensaje lírico-civil”, al poeta peruano José Torres Vidaurre:
Yo juro por la sangre que manó tanta herida
ansiar la salvación de la tierra querida.
Decisión que refrendará en su respuesta al también contemporáneo suyo en las letras, Jorge Mañach, cuando le dice, no sin cierta ira: “Yo destrozo mis versos, los desprecio, los regalo, los olvido; me interesan tanto como a la mayor parte de nuestros escritores le interesa la lucha social”. Entregado desde entonces a la lucha revolucionaria, toma parte del Primer Congreso Revolucionario de Estudiantes, funda el periódico Venezuela libre con Julio Antonio Mella, ingresa en el Partido Comunista ―el de Baliño y Mella―, forma parte de la Universidad Popular “José Martí”, y en su lucha final contra la dictadura machadista, organiza la huelga que apresuró la caída de la dictadura en agosto de 1933. La intensidad con que vivió y luchó desde entonces, le pasó factura. Su dolencia pulmonar que había sido casi curada durante su estancia en un sanatorio del sur de la ex Unión Soviética, se recrudece. El 16 de enero de 1934, muere con los pulmones destrozados.
Y aunque en un arranque de ira ante la incomprensión humana, también quiso destrozar sus versos, ellos le han sobrevivido con una voluntad de vida inigualable, en un soneto perfecto como “El rescate de Sanguily”, o desde la ironía sentimental de su “Canción del sainete póstumo”. Poema este último, que no sin cierto orgullo lo llamara su “Niagarita”, en alusión a la antológica oda “Al Niágara”, de nuestro primer poeta nacional José María Heredia. A no dudar, la poesía de Rubén es ―y será― para las letras hispanoamericanas tan eterna, como para Cuba y Latinoamérica su ejemplar lucha por la libertad y la justicia social.
[1] Órbita de Rubén Martínez Villena, Ediciones Unión, La Habana, 1964, p. 38.
[2] Ibídem, p. 39.
[3] Rubén Martínez Villena había salido del país el primero de abril de 1930, tras organizar la huelga del 20 de marzo, que movilizó a más de 200 000 obreros. Por tal desafío al dictador Machado, este lo condenó a muerte, aunque luego le condonó la pena por la del exilio…
[4] Rubén Martínez Villena. Poesía, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1978, t. 1, pp. 182-184.
[5] Jorge R. Bermúdez. Diario de una imagen. Ediciones La Memoria, Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, La Habana, 2014, p. 42.
Tomado de: Cubaperiodistas.