ENTRE LOS AFORISMOS DE JOSÉ de la Luz y Caballero, que fueron coleccionados por Alfredo Zayas y Alfonso en los tiempos, más felices para Cuba, en que este ciudadano se dedicaba a cosas útiles e inofensivas, se leen estas palabras de sabiduría: «La malicia suele ser el talento de la medianía, de la nulidad o de la flaqueza. Es una especie de arma prohibida que llevan los que no tienen fuerza propia.»
En el curso de la campaña regeneradora que lleva a cabo la Asociación Nacional de Veteranos y Patriotas, esa coincidencia, meramente circunstancial, de Luz y Zayas, nos ha hecho recordar varias veces las palabras del sabio; el gobierno del coleccionador ha comprobado la verdad enunciada por el filósofo.
¡La malicia! He ahí el talento del mediocre, del incapaz, del débil. He ahí el talento del gobierno actual, débil, incapaz y mediocre.
La malicia —talento falso, lleno de argucias, de suspicacias, de insidias—, ha pretendido justificar la ruindad, la codicia, la fuerza. Arma prohibida, quiere defender el crimen.
Fue la malicia, vestida como para un festín, con guantes de contratas, subastas, decretos y colecturías, trajeada con telas cuyo lavado exigía centenares de pesos, olorosa a pollos suculentos y a flores maravillosas, quien entró a saco en el Tesoro Público.
Fue la malicia —cediendo con promesas de mentidos arrepentimientos— quien repudió y burló los memorándums célebres, que pretendiendo hacer honrado un gobierno deshonroso, indirectamente deshonraban un pueblo honorable.
Fue la malicia, en una noche de religiosa devoción clarisa, quien dictó sine irae et studio el decreto mágico número 329, por el cual inconstitucionalmente se planeaba una negociación inmoral y nociva.
Fue la malicia, disfrazada de Poder Judicial, quien pretendió equivocar el ejercicio de un derecho con la perpetración de un delito y engendró así la causa número 330 por la que inconstitucionalmente se persigue a trece ciudadanos conscientes.
Fue la malicia, vestida de «alta política» y trascendentales cuestiones internacionales y de gabinete, quien expulsó del gobierno a cuatro secretarios honrados, que constituían un estorbo a la rapiña oficial.
Fue la malicia, quien de modo natural salió al paso de la formidable campaña cívica que se viene librando hace tres meses, y ensayó astutamente sus argumentos arteros. Y dijo de los Veteranos y Patriotas: «Quieren dinero» «tienen hambre», «démosle pensiones», «estamos en el mejor de los mundos», «hay veinticuatro millones de pesos en el Tesoro», «son generales de operetas», «son pagados por banqueros americanos», «son menocalistas», «son políticos fracasados». Todo fue leña en la hoguera.
Entretanto, se aprobó la ley infamante y cobraron los que vendieron su conciencia. La ola de indignación creció. Y empezó a sentir temor la malicia. («Es una especie de arma prohibida que llevan los que no tienen fuerza propia»). Cambió el sistema. Contra la advertencia amenazante se había usado el desdén injurioso; contra el peligro real debía emplearse la persecución efectiva. Se dijo entonces: «Son conspiradores», «son peligrosos», «son injuriadores de oficio», «pero se venden», «hay que encarcelarlos ». Y se procesó a un gran número de miembros de la asociación. Y se hicieron denigrantes ofertas de soborno. Y la malicia se envolvió en la bandera que deshonra, aullando teatralmente: «¡Soy la República!» «¡No me pongan en peligro!» «¡ Soy el nacionalismo!» «¡ Sálvenme!…» Vanas argucias; los ciudadanos sonrieron, esperanzados ante aquella escena de quinto acto. El grito hipócrita sólo llevó un vibrar de indignación a las tumbas de los héroes.
Los partidos políticos, que han perdido el control de la opinión pública, vacilaban. Y algunos políticos «hábiles » vieron el peligro enorme y próximo con esa clarividencia que el estómago pone en el cerebro de los que tienen la conciencia en el bolsillo. Se hizo un esfuerzo por rescatar al pueblo que se iba y todo por la buena senda. Llamamiento, reuniones, declaraciones pomposas, cuanto se hizo,ha sido inútil. El pueblo, despierto y en pie, no se dejaba engañar.
«Hay que vigilarlos mucho», «son terroristas», «van a hacer la revolución», «están de acuerdo con Washington»… El terror ponía alas a la imaginación sobresaltada. Y volvieron los planes. «Que no se reúnan», «hay que hacer un decreto», «no están suspendidas las garantías de la Constitución «que se haga como el 329», «que se suspendan las garantías», «que los maten»… Lo innegable era que el país persistía en la cruzada cívica, que los negocios se paralizaban, que el malestar aumentaba por días, y que la celebérrima Ley Tarafa fracasaba en la práctica: los banqueros
que iban a respaldar la operación consolidadora no aportaron
un centavo ni concurrieron siquiera a la junta para que fueron citados Por el amo del Congreso. En estas circunstancias estamos hoy. Pero en la lobreguez de su gabinete un hombre, el coleccionador de los aforismos de don Pepe, meditó cuanto pudo. Y el gobierno ha decidido tirar la última estocada con el arma prohibida.
«Rindámonos aunque sea ficticiamente», «rectifiquemos, ya que no queda otro remedio; pero veamos cómo…» «Los partidos políticos se declaran contrarios a la reelección. Eso controlará la opinión pública. No es más que un golpe de efecto, puesto que los partidos apenas existen, ni tienen fuerza, si es que existen.» («Además, mañana puede deshacerse lo que hacemos hoy.»)
«¡Deroguemos la Ley Tarafa!» «¿Quién se queja?» «¿Ustedes no cobraron ya…?» «Ya hemos cumplido todos con el coronel; allá él con los banqueros…» «¿Y la Lotería…? » «Eso sí que no.» «Yo he contraído muy serios compromisos contando con mis colecturías.» «Hay que tener en cuenta eso, nosotros somos hombres de honor.» «Bueno, calma. Lo de la Lotería se estudiará y, si no queda más remedio, ya buscaremos otra cosa…»
Tal es la situación. Bajo el peso de la más vigorosa revolución moral y ante el peligro de la revolución material, ceden los codiciosos. Entre la espada y la pared, optan por la pared.
Venga la rectificación, siempre en buena hora, pero no ficticia, sino verdadera y total. La contumacia ya merece algo más que arrancarle al manjar ilícito; merece el castigo. Señor Tarafa: pida que le devuelvan el dinero. Estado cubano: que te reparen el daño causado.
¡Y que luego la rectificación falsa o forzosa se alce como bandera del continuismo entre la honda meditación de planes más maliciosos para esquilmar al pueblo sin que lo sepa, porque ya se ve que es peligroso robar en público y de día…! ¡Oh, no! Pueblo cubano: ¡En guardia! «¡La malicia suele ser el talento de la medianía, de la nulidad o de la flaqueza. Es una especie de arma prohibida que llevan los que no tienen fuerza propia!…»
¡En guardia, pueblo! ¡El crimen se lava o con el arrepentimiento
sincero y la reparación cabal, o con la inhabilitación para continuarlo y el castigo merecido por la comisión y la reincidencia viles! ¿Rectificaciones parciales y mentidas? ¡Ya es tarde para engañar! ¡Y está llegando el día de la ira!
El Universal, 28 de noviembre de 1923.