Por: J. M. de Andueza
En: Isla de Cuba pintoresca, histórica, política, literaria, mercantil e industrial
La hora suspirada de pisar tierra llegó por fin para los pasajeros del Laurel: apenas dio éste fondo, se encontró rodeado de un sinnúmero de guadaños llenos unos de plátanos y piñas, de naranjas chinas y mameyes colorados, y los otros de jóvenes mercaderes y comerciantes que toman siempre por asalto á todo buque que llega de Europa.
En la Habana no se conoce la ley de cuarentenas, esa ley justa muchas veces, mal observada casi siempre, y ridícula en nuestros puertos de la Península, en donde los encargados de su observancia ó no la cumplen ó traspasan sus límites; de esto último pudiera presentar pruebas recientes.
Tampoco en la Habana había necesidad de presentar en 1825 pasaporte y fiador para saltar á tierra: el gobierno de Fernando VII había dispuesto que todo español que pasase á las Indias debía obtener primero licencia real, acreditando antes que estaba bautizado, que no descendía de raza hebrea, ni de Moctezuma, ni de ninguno de los conquistadores de América, y otras impertinencias de esta jaez: pero el gobierno del general Vives que había conocido el objeto político de estas impertinencias, objeto que se dirigía á imposibilitar la expatriación de los negros, nombre con que los blancos, esto es, los realistas, designaban á los liberales, en aquella desventurada época de intolerancia y de proscripción, había abierto las hospitalarias puertas de la Habana á todos los infelices fugitivos que llegaban á ella buscando un pedazo de pan y una nueva patria.
Este fué el primer edificio que visité en la Habana: el segundo fue el Teatro principal situado en la Alameda de Paula.
En 1825 era esta alameda el punto de reunión de todo lo elegante de la Habana, así como hoy lo es la impropiamente llamada Plaza de armas, ameno jardín que parece destinado á los amores misteriosos, así como lo es en Madrid el impropiamente llamado Prado, anchuroso y cómodo paseo, que bien merecía ostentar mayor copia de adornos.
En Paula se apeaban las bellas de sus quitrines, hacían alarde de sus gracias recorriendo el espacio que media desde el convento que le dá el nombre hasta el teatro, y gozando la anhelada frescura de la vecina bahía durante los entreactos de la ópera española, en tanto que los aficionados á cenar, pocos en aquel país, se dirigían á la afamada fonda de R… Algunos que esto lean recordarán haber saboreado allí deliciosa ropa vieja.