Por: Luis Bay Sevilla
En: Diario de La Marina (3 enero 1943)
En el edificio situado en la Calzada del Cerro esquina a la calle de Sarabia, existió primitivamente una especie de asilo, donde en el primer tercio del siglo XIX eran llevados, para darles alojamiento, los chinos esclavos que llegaban a La Habana en los barcos que se dedicaban a este comercio humano.
En este edificio, de gran amplitud y sólidamente construido, se conocía en aquellos primeros días del Cerro con el nombre de “El Consulado“, y allí se celebraba todos los domingos y días festivos de la Iglesia, una misa.
Toda persona que deseaba adquirir la propiedad de un chino, se encaminaba a aquella casa para que seleccionar el que reunía a su juicio mejores condiciones de docilidad e inteligencia, y firmado que era el documento correspondiente, se bautizaba antes de entregarlo al comprador, poniéndole, generalmente, el nombre y en todos los casos el apellido de la persona que lo adquiría.
Cuando los chinos se enfermaban, eran llevados a este establecimiento, donde se les atendía y curaba gratuitamente.
En una ocasión, un cliente regaló al doctor Antonio Díaz Albertini, padre del ilustre médico de igual nombre y apellido que acaba de fallecer, un chinito de catorce años, llegado a Cuba en uno de esos odiosos cargamentos de esclavos que tan frecuentemente se lograba introducir en este país.
El doctor Albertini, no sabiendo qué hacer con el chinito, decidió emplearlo en calidad de aprendiz de cocinero en el restaurant “Las Tullerias“, que estaba situado frente al Parque Central, en la misma esquina que ocupa el edificio del Centro Asturiano, uno de los mejores que en aquella época existían en la capital.
Ese chino, nombrado Juan, creció y contrajo matrimonio con Rosa, que también le habían regalado al señor José Melgares, antes de contraer matrimonio con una de las hijas del marqués de Almendares, quien, no sabiendo tampoco qué hacer con la chinita, la regaló al señor Eduardo Diez de Ulzurrun, padre de Eduardo, el marqués de San Miguel de Aguayo, que casó con la joven cubana señorita Hortensia del Monte.
El chino Juan fue durante muchos años cocinero de los esposos Melgares Herrera, y al fallecer estos, quedó al servicio de sus hijos el matrimonio Teresa Melgares y licenciado Manuel Peralta, pasando a servir, al morir estos, a sus hijos los esposos Teresilla Peralta y David Mojarrieta, permaneciendo al servicio de la señora de Mojarrieta hasta que, vencido por los años y las enfermedades, se le recluyó en el “Asilo de Ancianos la Misericordia“, fundado con el legado que dejara al morir para tan altruista obra la noble dama cubana Susana Benítez de Parejo.
Una morena fue esclava del señor José Melgares se encuentra actualmente recluida en este establecimiento benéfico, y a pesar de los 106 años que ha vivido, conserva sus facultades mentales en admirables condiciones de lucidez.
El chino Juan fue el maestro cocinero que confeccionó la comida con la que los esposos María Teresa Herrera y José Melgares -que fueron quienes construyeron la gran residencia de la Calzada del Cerro y Santa Teresa, donde existe actualmente instalada la “Asociación de Católicas Cubanas“, y del que me ocuparé en un próximo trabajo- obsequiaron a sus amistades en ocasión del matrimonio de su hija Teresa con el licenciado Manuel Peralta y Melgares, comida suntuosa, fue el comentario obligado, durante largos años, de la buena sociedad habanera, no sólo por la exquisitez de los platos servidos sino por la cantidad, pues según nos cuentan los propios familiares, fueron servidas tres mesas de cien cubiertos cada una, que en aquellos lejanos días era algo extraordinario.
Al ser abolida en Cuba la esclavitud, el establecimiento conocido por “El Consulado” no tenía razón de existir, por lo que el Gobierno español lo adaptó convenientemente para instalar allí el “Hospital de Higiene“, que fue un establecimiento donde obligatoriamente internaban a las mujeres deshonestas, aquejadas de ciertas enfermedades, asistiéndoselas hasta que, ya curadas, se les daba de alta, para volver a los pocos meses nuevamente infectadas.
Al ser suprimida, durante el gobierno del general Menocal la zona de tolerancia, se dispuso la clausura del “Hospital de Higiene“, decidiéndose, entonces, adaptar convenientemente el edificio, para darle alojamiento al “Asilo y Creche Menocal“, establecimiento que estaba servido por un grupo de religiosas de las Hermanas de la Caridad.
Allí, desde los días de su fundación, se ofrece diariamente una toma de leche a un grupo de menores y también se les da alojamiento a infinidad de niñas pobres, que reciben la protección amorosa y ejemplar de esas santas mujeres, que las orientan por el camino de la virtud y las preparan convenientemente para qué, al ser mayores, puedan ganar el sustento de su vida con el honrado esfuerzo de su trabajo.
Un grupo de damas altruistas que preside la joven señora Juana Cano de Fonts, ayuda personal y económicamente a sostener aquella casa, que es también protegida por la caridad oficial.
Conozco una anécdota, muy original, relacionada con esta Institución, que sucedió hace pocos años, constituyendo el comentario obligado de cuántas personas piensan y sienten con el corazón.
Ocurrió en una ocasión que el número de niñas a quienes había que darles la toma diaria de leche era superior a la cantidad que recibía la Madre Superiora del establecimiento, a pesar de que esta santa mujer clamaba diariamente, en toda forma, por obtener mayor cantidad de litros, pues los que recibía no alcanzaban para cubrir las raciones que diariamente se daba a las niñas pobres que estaban a su cuidado. Y, como la caridad oficial, ni tampoco las familias ricas a las que ella acudió, quisieron oírla, la religiosa se vio ante el dilema de tener que dejar sin leche a algunas de las niñas que concurrían a la Creche, las que posiblemente pasarían hambre ese día.
Horrorizada ante la perspectiva desgarradora de saber que una niña de cortos años lloraría por hambre, decidió ampliar la cantidad de leche de que disponía, echando en la vasija donde era hervida unas tazas de agua, las necesarias para que todas pudieran desayunarse. Es decir, se disponía a sacrificar, unos pocos días nada más, la calidad de la leche, en beneficio de todas, pues confiaba en que al cabo sugestiones por lograr más leche se verían coronadas por el éxito.
Pero, he aquí que alguien que diariamente obtenía de esa Creche una toma para su hijo, denunció a la policía que a la leche de los niños se le echaba agua, personándose entonces en el Asilo un inspector de la Secretaría de Sanidad, quien inició la investigación, preguntando a la Madre Superiora si era cierta la denuncia, y esta virtuosa mujer, no sabía mentir, le enteró de la verdad, contestándole afirmativamente y haciéndose de todo responsable. El inspector de Sanidad, sin considerar lo que iba a hacer, acusó a la religiosa, llevándola al Juzgado Correccional, donde impiadosamente y haciendo alarde de una energía que seguramente no hubiera sabido tener con un lechero, le acusó fuertemente de echarle agua a la leche destinada a los niños de la Creche. El Juez Correccional, que era un hombre honorable y justiciero, oyó pacientemente al inspector, y al terminar este su acusación, dictó su fallo, pronunciando, sin otro comentario, la siguiente palabra: “absuelta“.
En la actualidad, la Madre Superiora del Asilo Menocal es Sor Mercedes, una religiosa joven, nacida en Cuba.
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En un libro ya agotado, que enriquece la biblioteca del doctor Francisco Pérez de la Riva, editado en Londres, en el año 1859, y que se titula “To Cuba and back. A Vacation voyage“, escrito por Mr. Richard Henry Dana, en el capítulo XXI, que titula el autor “Mercado de coles chinos en el Cerro“, se hace una amplia descripción de lo que era en aquellos días este establecimiento, donde diariamente se comerciaba con los infelices chinos traídos a nuestro país para ser vendidos.
Como es interesante y resultará original para algunas personas que lean estas líneas, he traducido lo que expresa el autor en ese capítulo de su libro, y que es lo siguiente:
Mercado de colíes chinos en el Cerro
“…Ayer fui al Cerro para visitar la cárcel o mercado de colíes, en el cual se encierran lo chinos para su venta. Es un lugar bien conocido y abierto a todos los que deseen visitarlo. El edificio presenta en su frente un buen aspecto, encontrándose por dos puertas a un amplio patio descubierto, que está situado en la parte posterior, y sobre cuyo pavimento de gravilla parlotea una doble fila de colíes, todos con las cabezas afeitadas, con un mechón de pelo en forma de trenza, que conservan en la coronilla, y vistiendo anchos trajes, típicamente chinos, de color azul o amarillo. El tratante o vendedor era un hombre de tipo calmado, flaco y de temperamento al parecer insensible, que hablaba el idioma inglés como su propia lengua, y quien nos mostró todo el edificio, pudiendo nosotros observar que al llamar a cualquiera de los colíes, éstos se levantaban rápidamente, alineándose en una doble fila, mientras los revisamos, siempre precedidos por un mayoral estaba armado con el vergajo usual de las plantaciones de caña, especie de chucho de cuero de poco largo. El tratante no titubea al explicarme los términos en que se hacen los contratos de venta, ya que la operación, según él, es legal. El tratante, agrega el autor, recibe trescientos cuarenta pesos por cada chino y el comprador se obliga a alimentar al colí, pagándole cuatro pesos mensuales y dos mudas de ropa al año. Por este precio, el comprador obtiene sus servicios durante ocho años. Este contrato se hace por escrito ante un notario, extendiéndose dos originales, uno que se entrega al colí y el otro al comprador, redactados ambos en los idiomas chino y español. Extraña e impresionante exhibición de poder, que hace que dos o tres hombres blancos conduzcan cientos de chinos a miles de leguas de su país, a un nuevo clima, para entregarlos a nuevas gentes, manteniendo les como prisioneros, y vendiendo sus servicios a amos que poseen lengua y religión distintas a las de ellos, para que trabajen en empleos que les son desconocidos, y con finalidades que les resultan inescrutables.
Los colíes que vimos lucían saludables, aunque algunos se quejaban de la vista y parecían, o me imaginé, que algunos se mostraban inconformes y otros indiferentes. Estoy seguro de que uno de los que vimos estaba leproso, a aunque el tratante se negaba a aceptar nuestro dicho. Sobre su condición, no me negó la tendencia de los chinos al suicidio y el peligro que entrañaba el castigarlos, pero mantuvo la gran superioridad del chino sobre el negro, en cuanto a inteligencia, asegurando que la situación de ellos aquí era bueno y mucho mejor que en China, recibiendo cuatro pesos al mes y encontrándose libres a los ocho años. Me afirmo, y pude confirmarlo, que después de ser separados y empleados en algún trabajo, se dejan crecer el pelo y fácilmente adoptan las costumbres y trajes del país. Los chinos recién llegados usan coleta y trajes flojos y anchos, de color amarillo o azul, mientras que los que llevan algún tiempo en el país sólo se distinguen de los blancos por el peculiar color de su piel y por la forma de sus ojos. La única diferencia entre las informaciones que me suministró el tratante y las que yo había oído en otras partes, fue que siempre se me dijo que el importador recibía cuatrocientos pesos por cada chino. Mientras hablaba con el tratante, llegó un señor que revistó la fila, y juzgando que se trataba de un posible comprador, dejé libre a mi informante, para que iniciase con aquél una conversación que, con seguridad, le resultaría de mayor interés de la mía. La importación de chinos no data aún de ocho años, dejando sin respuesta la incógnita de cuál será la vida de estos hombres exóticos, sin mujeres ni niños ni raíces que los ate a esta tierra. La solución aún no la vemos, siendo la interrogación constante: ¿Se quedarán después de terminados sus servicios, para mezclarse con las otras razas? ¿Se les permitirá quedarse? Si no, ¿les será posible regresar a su país?.
Que yo sepa, no existe en China ley que regule las contratas y embarque de los chinos, y no existe tampoco ninguna ley en Cuba que regule su transporte, desembarco y el trato que habrá de dárseles mientras se encuentran en la Isla. La trata ha crecido, siendo permitida y reconocida, pero no se encuentra regulada; aún no se ha determinado hasta qué punto el contrato es exigible a ambas partes. Los colíes sacados de las Indias Orientales británicas para las Islas Británicas, se llevan bajo contrato, pero en ellos se regula su ida y vuelta, quedando el particular bien aclarado y siendo bien exigido, no resultando así con estos colíes chinos traídos a Cuba, pues sus importadores son “legesoluti“. Algunos afirman que el Gobierno exigirá su reembarque, pero la impresión dominante es que el contrato será burlado, pues al cumplirse los ocho años serán acusados los chinos por deudas una y otra vez, para asegurarse de este modo una servidumbre vitalicia…”
He aquí un aspecto, poco amable por cierto, de nuestra vida colonial durante la segunda mitad del siglo XIX.