Por: María de las Mercedes Santa Cruz, Condesa de Merlín
En: Mis primeros doce años (1797)
El habanero, aunque bajo la influencia de un clima abrasador, gusta de la danza con pasión, y es un contraste digno de notarse, verle después de haber pasado todo el día blandamente recostado en la butaca, con los ojos medio cerrados e inmóvil, con un negro joven a su lado para abanicarle y hacerle cualquier servicio ligero, que exija algún movimiento; es un contraste muy singular, repito, verle salir de ese estado de voluptuosa apatía, para entregarse con ardor al ejercicio animado del baile.
Este contraste se reproduce en todas sus disposiciones morales: dulce hasta tocar en debilidad en todas las circunstancias comunes de la vida, violento e indomable cuando sus pasiones están en acción. Su exterior, principalmente el de las mujeres, lleva siempre el sello de estos dos caracteres tan diversos, y esta mezcla de viveza y de languidez les da un encanto irresistible.
La actividad y los goces de la vida no comienzan en la Habana, sino al acercarse la noche.
El peso del sol, durante el día, los tiene a todos envueltos en una dulce languidez; y no se ha verificado, a lo menos que yo sepa, que un habanero haya dado veinte pasos en la calle a mediodía. Para preservarse del excesivo calor, en lugar de cerrar herméticamente las puertas y ventanas, como se hace en el sur de Europa, se abren todas las entradas, proporcionándose de este modo la más suave corriente de aire. Las casas están construidas a este intento: no tienen más que un piso: el patio es cuadrado y espacioso, rodeado por cuatro galerías, en las cuales se dejan caer unas cortinas de lienzo, en medio del día. A estas galerías tienen salida unos salones inmensos y muy elevados, seguidos unos a otros, y cuyas puertas grandes, trazadas en línea recta, dejan penetrar la vista desde uno a otro extremo de la casa.
Los cuartos de dormir son tan vastos como los salones; en el mismo orden y no se distinguen, por la mayor parte de aquellos, sino en el ornato de una cama ricamente colgada, y de la cual se sirve rara vez. Este es un mueble de respeto reservado para las grandes ocasiones. Por las noches se tiende en medio del cuarto una modesta cama, o catre de lienzo, sin colchones, y, suavemente acostados en ellas, cubiertos con mucha ligereza, se duermen con las ventanas abiertas, a la claridad de la luna, o las estrellas.
Antes de entregarse a este descanso se goza anticipadamente de él, de un modo original y que merece referirse. Cada país tiene sus gustosy necesidades. Los unos son amantes de la música, otros de los licores fuertes. Aquellos se hallan bien con la esclavitud, estos con la libertad.
En cuanto a nosotros, el aire es lo que ansiamos, y este gusto aunque muy simple no es fácil de satisfacer. Por eso es que le acompañamos de una especie de delicadeza voluptuosa.
Después de una cena muy alegre, se sube a la volanta, y después de haberse colocado en ella con toda comodidad, se hacen conducir al paseo, que consiste en describir cierta vuelta por calles determinadas, que se repite muchas veces, y mientras tanto, se duerme tranquilamente, respirando con deleite el aire delicioso de la noche, de que sólo se goza en aquel país. Al fin se despiertan por una casualidad, y volviéndose a sus casas, se meten en su cama muchas veces en el corto intervalo de un sueño a otro.