Por: Samuel Hazard
En: Cuba a pluma y lápiz
El extranjero en la Habana se percata pronto de la variedad en maneras y número de la población negra. Muchos negros son de agradable apariencia; algunos, mulatos (1) tan claros que casi parecen blancos, y otros en cambio tan obscuros que su piel tiene el color del azabache y muestran todas las características del africano puro.
Bastantes de ellos son los esclavos importados de África, que han comprado su libertad, en tanto que otros, aunque siguen bajo la férula de los amos, éstos les dan cierta libertad, permitiéndoles seguir cualquier trabajo que escojan, obligándoles sólo a que les entreguen cierta parte de lo que ganan al día.
Los negros africanos parece que siguen sus tradiciones tribales, al igual que nuestros negros del Sur; conservan sus hábitos y costumbres entre ellos, hasta cierto grado, y se dedican a aquellas ocupaciones que son más de su agrado. Algunos se emplean como criados en las casas particulares; otros como cocheros y carretoneros; otros como aguadores.
Siendo igualmente para ellos el domingo, como para sus más civilizados vecinos blancos, un día de fiesta, lo dedican a sus reuniones y diversiones. Como todas las asambleas secretas están prohibidas por la ley, se reúnen juntos en ciertos lugares cerrados, a los que dan el nombre de cabildos, palabra que en castellano significa reunión de un concejo.
No es tiempo perdido, por la novedad que encierran, el que se dedique una o dos visitas a estos lugares, muchos de los cuales pueden verse al pasar por la calle Egido, que se extiende al lado interior de las murallas. El viajero no debe vacilar para entrar, pues puede tener la seguridad de ser tratado con gran respeto por los presentes, incluso los bailadores, que se muestran encantados de tener a blancos por espectadores. La dádiva de una peseta o dos servirá para hacer más rápidos los movimientos de los danzarines y aun aumentará su número. Constantemente tocan la guitarra y un instrumento que a mí me hizo el efecto de la mitad de una gran calabaza, con cuerdas sobre ella. Las mismas características observará el viajero entre los negros de las haciendas.
En realidad los negros de Cuba no se diferencian mucho de los nuestros del Sur.
Estamos en la noche del primer domingo de Carnaval, y por lo tanto en la mejor oportunidad para ver un baile de máscaras, no sólo en el Escauriza, sino en los más recherchés que se efectúan en el Teatro de Tacón. Iremos antes al primero, pagando por la entrada un escudo. Son sólo las diez, y aun cuando no está en plena animación, podemos darnos cuenta de lo que es el baile. La misma vieja historia de máscaras y disfraces, de danzas y música; e! monje del brazo del diablo; la aparentemente inocente pastora y el alegre Lotario; la graciosa y bella dcbardeuse con el señor Oso. Hay máscaras representando todas las clases: ricos, pobres, altos, bajos, pero todos iguales en cuanto al sentido moral.
Están bailando la danza, que es el baile favorito de los cubanos (una especie de vals desordenado), bastante bonito y decoroso cuando lo bailan personas decentes, pero que tal como se baila aquí, resulta uno de los espectáculos más inmorales que he presenciado en un salón público de baile.
Este es el salón favorito del demi-monde, al que asisten las lorettes y otra gente de baja estofa, pues aquí se les permite más libertad que en los más selectos bailes de Tacón. El baile llega a su apogeo a las altas horas de la madrugada.
Abandonemos este lugar. Hemos visto lo bastante para satisfacer nuestra curiosidad, y podemos ya dirigirnos al Teatro Tacón, pagando un peso por el boleto de entrada. Aquí las escenas son casi las mismas, sólo que la concurrencia es más selecta y la sala de baile mucho mayor. El piso de la sala de espectáculos se ha elevado hasta ponerla al nivel del escenario, de manera que el salón de baile resulta espléndido. A cada extremo hay una banda de música, apostada sobre galerías y alternando en la ejecución. Los palcos están llenos de curiosos y elegantes damas, sin disfraz, que vienen acompañadas de sus amigos con el único objeto de presenciar la algazara de las máscaras, como meras espectadoras. El piso de abajo aparece cubierto de parejas danzadoras, en toda la variedad imaginable de trajes.
Desde luego nada hay aquí de nuevo para quien haya visto otros bailes de máscaras, y aun éste resulta inferior comparado con los elegantes bailes de las sociedades alemanas de Nueva York y Filadelfia, donde se demuestra buen gusto y los desembolsos responden a algún dado propósito. Si deseáis bailar, no tenéis más que dirigiros a cualquiera de las mujeres disfrazadas y pedirle una pieza. Sólo hay una pieza que ellas sepan bailar, y es la danza criolla, antes mencionada; pero que aquí, en Tacón, la banda de música la toca con más propiedad, disponiendo de uno o dos instrumentos que suenan igualmente a un restregamieuto de pies sobre un suelo enarenado, y cuya única recomendación es que el que lo toca lleva excelentemente el compás.
Ya tenemos igualmente bastante de esto. Salimos al aire libre (pues estos salones de baile son insufriblemente calientes) para ver lo que sucede en las calles. Encontramos también numerosas personas disfrazadas, y en el Paseo las máscaras suben a los estribos de los coches, produciendo una gran batahola. Algunas máscaras se juntan en grupo y se mueven de un lado a otro cantando de manera baja y monótona algún aire de origen español o cubano. De día, durante esta época de carnaval, hay el llamado paseo de máscaras, en carruajes o en procesiones, precedidos de bandas de música. Debo confesar que este espectáculo, que en otro tiempo pudo ser brillante, resulta hoy muy pobre. Estas festividades están decayendo, y creo que de ello se alegran las personas cultas.
Recuerdo haber leído en una descripción de la Habana escrita hace años por un clérigo, la narración de las hermosas mujeres que vio, y de la sociable y amistosa disposición que hacia él manifestaron cierto número de señoras estacionadas en las ventanas. Impresionado por el espectáculo que le ofrecían, al pasar, algunas casas donde la familia consistía sólo de jóvenes mujeres bellamente ataviadas, hacía notar la hermosura de la escena, deplorando su inhabilidad, por su desconocimiento del idioma, de conversar con ellas. ¡Bendito sea ese inocente corazón! Quien sabe si todavía no se ha convencido de su engaño, al dotar a esas deleznabas filies de joie con los encantos y atractivos de las mujeres honradas.
El extranjero sensible se verá frecuentemente sorprendido, al pasar por algunas calles, aun de las principales, después de anochecido, por el llamamiento de alguna sirena de ojos negros —frecuentemente muy hermosa— que de manera persuasiva le invita a entrar en su domicilio y ofrecer sus respetos a alguna de las mujeres, ricamente vestidas, que se encuentran sentadas en la sala y que pueden ser fácil y suficientemente vistas al través de los barrotes de la abierta ventana, al pasar.
Las autoridades no permiten las mujeres callejeras, que tanto afean nuestras ciudades; pero en cambio se tolera aquí que tales mujeres ocupen las casas situadas en ciertas porciones de calles tan concurridas como Habana, Teniente Rey y otras, dedicadas al “ejercicio de su profesión“, llamando desde las ventanas a los transeúntes. Sólo se les exige que no escandalicen. Es triste consignar que bastantes de nuestras compatriotas, con el incentivo de ganar grandes sumas en sus relaciones con los españoles ricos, vienen aquí para ingresar en una clase despreciada e infortunada de mujeres, hallándose en peores condiciones que en su propio país. Los cubanos se vanaglorian de que sus mujeres, no obstante su ignorancia y peculiar condición, no añaden material a esa clase desgraciada.
(1) Téngase presente que los norteamericanos dan el calificativo de negros a cuantos pertenecen a la raza de color, sin distinción de cruzamientos.—(N. del T.)