Por: Samuel Hazard
En: Cuba a pluma y lápiz
Si el viajero llega a Cuba con la idea, que la educación, costumbre o creencias han impreso en su mente, de que el día dedicado a Dios es o debe ser observado en toda tierra civilizada, se verá algo desilusionado, quizás desagradablemente.
Al igual que el “viejo incrédulo“, que siempre afirmó que no se observaba el domingo a cuatro brazas bajo agua, debo confesar que en Cuba no se conoce el domingo, por lo menos tal como nosotros reverenciamos el sagrado día. Que consta en los almanaques de Cuba, está fuera de duda; que se supone hay un domingo para la Iglesia, es también verdad; pero debo hacer constar que si cualquier norteamericano llegara repentinamente a la Habana en domingo, sin saber que era tal día, podría más bien pensar que se trataba de una festividad igual a nuestro cuatro de julio.
Preparado así vuestro espíritu, no os maravilléis cuando os diga que el domingo es el gran día para las peleas de gallos, las corridas de toros y los bailes de máscaras. ¡Desde luego vosotros no asistiréis a tales diversiones! Tampoco asistiría yo, si no fuera que, cuando uno se propone escribir un libro, debe procurar que resulte lo más completo posible. Así, imitando al clérigo de Chicago que iba al teatro cumpliendo un deber de investigación, debo confesar que asistí a aquellos espectáculos igualmente en cumplimiento de un deber.
No te imagines, ¡oh inocente lector!, que las peleas de gallos y las corridas de toros son, al igual que las luchas de perros entre nosotros, espectáculos propios de la gente inculta.
Por el contrario, ambos están bajo el patronato del gobierno; y en las corridas de toros se ven las personas más refinadas, inocentes niños y en algunas ocasiones, elegantes damas. En las peleas de gallos, aunque no asisten mujeres, la concurrencia se compone de hombres de todas las clases sociales; y en el campo, he encontrado caballeros tan interesados en la cría de “gallos“, como entre nosotros los hay en la cría de caballos y perros. Después de todo, esto no será quizás una mera “diferencia de educación“, sino simplemente una cosa de Cuba.
Si queréis daros cuenta de ella, un domingo por la mañana decid a un cochero que os conduzca a la Valla de Gallos, que está situada en las afueras de la ciudad, extramuros.
Llegáis a un solar rodeado de una cerca, y en una pequeña casilla de madera compráis una entrada que vale veinticinco centavos, que os da derecho a situaros en cualquier lugar de la valla, entre una concurrencia bien heterogénea, a decir verdad. Si pagáis un peso más podéis sentaros en el palco donde está el juez. Contiene una media docena de confortables sillas, y en él estaréis libres de incomodidad, aunque no del ruido de la muchedumbre.
Es un pequeño compartimiento situado precisamente encima de la puerta que da acceso a la valla, como veréis en el grabado.
Provistos de vuestros boletos penetráis en la valla, que es una estructura circular, de dos pisos, construida de manera muy sencilla, capaz de acomodar unas mil personas. Tiene dos galerías, la arena en el centro, dotadas aquéllas de duros asientos de madera, sin que en conjunto tenga pretensiones de elegancia ni comodidad.
El espectáculo empieza por la mañana y dura hasta tanto haya gallos para luchar o audiencia para apostar. Y no creas, novel espectador, que no hay ciencia, sangre e interesantes peculiaridades en la pelea de gallos; por el contrario, parece que hay mucho de la primera y bastante de lo último.
Los gallos mejores son los llamados finos, o ingleses, y se distinguen por su aspecto fino, del que toman el nombre. Se les denomina además por el nombre de su dueño o del propietario del patio donde se han criado. Algunas veces se paga por ellos precios exorbitantes, de acuerdo con su mérito o de la clase de donde proceden. Me causó sorpresa la pequeñez de todos ellos, dándose el caso invariable de que los de menor talla resultan los más ardientes y buenos luchadores.
Hay varias maneras de pelea: Al cotejo, esto es, midiendo a simple vista el tamaño y los espolones de ambos gallos. Al peso, o sea igualando el peso y viendo que los espolones son del mimo tamaño. Tapados, o sea cuando se concierta la pelea sin ver los gallos. De cuchilla, cuando se pone a los gallos espolones artificiales para que la lucha sea más viva, rápida y fatal. Al pico, cuando luchan sin espolones.
La pelea más común, sin embargo, consiste en presentar los gallos, compararlos, ver que su peso es igual, afilar sus naturales espolones para hacerlos más efectivos. En el centro de la arena donde pelean se esparce aserrín. La operación de pesarlos resulta de un aspecto cómico. Un individuo de alguna edad, con mucha gravedad coge los gallos y extiende sobre sus cuerpos una especie de cabestrillos, que coloca en uno de los platillos de la balanza que pende de la valla, y en el otro platillo pone cuidadosamente las pesas.
Mientras se efectúa lo antedicho y se concierta la pelea, la arena se ve invadida de gallos y los concurrentes conciertan las apuestas. Es una continua y creciente confusión de voces, gritos y chillidos, en las propuestas y aceptaciones que se hacen unos a otros, que aquello parece una verdadera Babel. Después, al grito de: “despejad la valla“, cada cual se sienta, cesando las discusiones, quedando sólo en la arena el juez y los apostadores con los gallos todavía en las manos. ¡Cielo santo, qué baraúnda! Los espectadores de arriba con los de abajo, y viceversa, los de un lado con los de otro, los del frente con los de atrás, todos vociferan y se llaman, y cual locos gesticulan con los dedos, golpeando sus manos, signos todos que tienen su peculiar significado, acompañados con gritos de:
—Cuatro a dos sobre el negro.
—Tomo seis a ocho sobre el blanco.
—Una onza contra una onza sobre el pequeño.
Y por el estilo siguen las apuestas entre el caballero y el cochero, el hacendado con el mozo, sin preocupación de rangos.
A una señal, los gallos, aun en la mano de sus dueños, con las plumas superfluas arrancadas en aquellas partes que resultan un estorbo para la lucha, se enfrentan uno con el otro, quedando en seguida sueltos. Saltan con furia extraordinaria y la pelea empieza de manera formal. Observad la astucia que demuestra el más pequeño: tras una hábil treta, con un bien dirigido picotazo coge al grande por la cresta, quien se libra zambulléndose bajo su adversario.
—Doce contra ocho en favor del pequeño— es ahora el grito de la excitada muchedumbre.
El gallo grande logra ponerse sobre el pequeño y trata de atizarle uno o dos espolonazos. Y siguen luchando, con variable suerte, mientras los espectadores gritan, chillan, aúllan y apuestan a cada nuevo cambio en la pelea.
Los combatientes acaban por herirse seriamente y a veces quedan cegados por la sangre y el polvo. Entonces hay un intervalo de descanso, durante el cual los dueños cogen sus respectivos gallos, quitándoles la sangre de la cabeza, introduciéndoles en los ojos un poco de alumbre, soplando al través de un canutillo de pluma de ave, y les rocían, con la boca, aguardiente sobre la cabeza.
Mientras tanto, sigue la baraúnda en la concurrencia hasta que los gallos vuelven a enfrentarse, y de nuevo, con la misma furia se pican, desgarran y a veces esquivan, hasta que uno de los dos muere o queda en condiciones de no poder seguir peleando.
La lucha se da por terminada entre los estruendosos aplausos de los apostadores afortunados. Perdidosos y gananciosos arreglan sus cuentas, tan calmosos y serenos como si un momento antes no hubieran enronquecido gritando y procediendo cual demonios. Y es curioso observar los esfuerzos que hacen para recordar con quienes han apostado o cual sea la cantidad. Al fin todos se entienden y arreglan pacíficamente.
Y continúa el espectáculo. Una pelea sucede a la otra en medio de las mismas escenas, del mismo ruido y confusión. Lector, si quieres ver retratadas las más perniciosas pasiones en el humano rostro, visita una valla de gallos. Te aseguro que no te quedarán deseos de volver y que saldrás intensamente disgustado.