Por: Gerardo Castellanos García
En: Relicario histórico, frutos coloniales o de la vieja Guanabacoa
Se dieron cuenta las autoridades de Cuba, y lo sabían las de la Península, que los indígenas cubanos se estaban extinguiendo aceleradamente, por motivos que no habían querido tener en cuenta los pobladores que, por el sólo origen de nacimiento y solicitud o influencia, tenían el derecho de manejarlos a su manera.
El hecho tuvo más objetividad en Cuba, porque eran menos los indígenas; y aunque parece que el Cardenal Cisneros pretendió que los indios vivieran en pueblos libres, gobernándose con autonomía y con sus caciques y sistemas, si era posible concentrándolos en reducciones o zonas de trescientos vecinos, al cuidado de un administrador o protector hispano; el razonable procedimiento no fué cumplido, porque se alegó que así se derrumbarían las suculentas explotaciones, y siguieron burlándose las leyes emanadas de Ultramar, por conducto y apoyo de los Gobernadores, Alcaldes, Corregidores y funcionarios que tenían encomiendas. Esto se mantuvo con solapada insistencia largos años, pero como la extinción fué cada vez más palpable, ya a mediados del siglo XVI se empezó a conocer el deseo de algunas autoridades de ofrecer mayor tolerancia en el trato a los indios y cederles elementos de trabajo, creyendo de ese modo detener el avanzado proceso agotador… comenzando entonces a darles “ternura y piedad” por medio de protectores, que si bien habían existido en la letra, de hecho eran expoliadores que aprovechaban sus cargos para enriquecerse, disponiendo de mayor cantidad de indios, que nadie les discutía.
Hernán Manrique de Rojas tuvo a su cargo la población india de Guanabacoa. Y el cabildo de La Habana, de 1554, trató acerca de que los que pululaban por la provincia debían ser juntados; a cuyo efecto se nombró al alcalde Pedro Blasco y regidores Juan de Lobera y Antonio de la Torre, para que escogieran sitio adecuado, distribuyéndoles tierras, y poniéndoles un cura que los adoctrinase.
Se sucedían las concesiones y demandas de los Protectores de indios ante el cabildo habanero, que entonces tenía el derecho de mercedes y jurisdicción en lo que hoy es provincia, con la influencia del Gobernador y Capitán General que presidía las sesiones. Así tenemos que por demanda del Protector, el Cabildo, en sesión de abril 7 de 1557 después de haberse debatido largamente el asunto de unas tierras que pedía para sus protegidos, en el sitio de Cañas o Río Bayamo, se le concedieron, para crianza de ganado de diversas clases y cultivos, campos que abarcaban un radio de tres leguas a todo rumbo, donde no hubiere bienes concedidos con anterioridad por la ciudad de La Habana, y otra merced complementaria de huecos y sobras; lo cual formaba un arco de 15,300 caballerías de tierra.
Colindaban esas regalías con el Hato de San Pedro de Mayabeque, Guara, Quivicán, Managua, San José de las Lajas, San Marcos, Güines. Lugares cubiertos de bosques y abundantes en caza que podían aprovechar los aborígenes. Pero que poco a poco fueron invadidos y saqueados por los colonos blancos, hasta que por el abandono de los aborígenes así hostigados, la merced del Río Bayamo se redujo a un hozo de tierra dentro del término municipal de San José de las Lajas, con escasos vecinos. Es sector donde convendría practicar una exploración en busca de restos arqueológicos.
En marzo 7 de 1630 el Protector de Indios Matías Rodríguez de Acosta tuvo que hacer un vigoroso alegato ante el Cabildo, debido a que los vecinos de la ciudad querían despojar a dichos indígenas de una propiedad de varias leguas, donde vivían y trabajaban. El alegato ante el Cabildo, el Gobernador y el Rey, se sustanció de modo favorable, pero cínica y sarcásticamente tantos años después (marzo de 1769) que ya habían muerto todos los que intervinieron en el pleito…
En enero 27 de 1632, el Capitán General Juan Viamonte, en pleno Cabildo, tuvo que referirse a la tiranía y abusos que se cometían con los indios, viéndose obligado a ordenar que se protegieran a esos “pobres, miserables y abandonados seres“. Esto demuestra la debilidad para hacer justicia y que se cumplieran las llamadas “sabias y dulces” Leyes de Indias. Es que en todos los tiempos, hasta que murió el último siboney o taino, fueron tenidos por bárbaros, “siervos por nativitate“, pecadores, infieles y viciosos, invocando a Aristóteles y otros sabios, y al terrible Ginés de Sepúlveda.
El Rey ordenó al Gobernador Viamonte, que debido a tales miserias y desamparo de los indios de Guanabacoa, a tal extremo que sus tierras fueron encomendadas a otros españoles que en ellas construyeron ingenios y estancias, despojándolos de sus montes y sitios de labranzas; se reformara esa tiranía y se les volviera a dar suficientes tierras de labranza y todo lo necesario, “no obstante que las dichas tierras que le puedan tocar a los indios, estén dadas a merced y vendidas por el Cabildo, Justicia y Regimiento de esa ciudad a cualesquier persona”.
A tales mercedes, otorgadas por el Cabildo de La Habana, fueron sumándose zonas, pero como los naturales no tenían experiencia ni conocimiento de las leyes y sistemas implantados, ni hablaban el castellano; y era sostenida la codicia de los blancos en demanda de más tierras; a pesar de la energía que desarrollaron últimamente algunos Protectores de Indios, sus bienes fueron mermando, sin que nadie pudiera aclarar los capciosos enredos en las posesiones.
Lo extraordinario es que más de siglo y medio después del período de gobierno del licenciado Antonio de Chávez (que duró de 1546 a 1550) la encomienda siguió practicándose, a pesar de que dicha autoridad había emancipado a todos los indios; hecho que levantó un huracán de protestas por parte de los explotadores. Ante la crítica situación de resistencia y rebeldía, Chávez exigió a los disfrutadores que presentaran documentos que acreditaran sus derechos; extremo que no pudieron llenar, pero que, sin embargo, lograron soslayar y proseguir a su gusto y manera.
Cuando los indios habían sido absorbidos o pulverizados por la nueva e imperante cultura española; y no había raza cobriza que distribuir, ni encomendar, ni esclavizar; es que la “magnanimidad” del Monarca decreta la abolición de dicho sistema, en noviembre 23 de 1718, empezándose a “cumplir” en julio 12 de 1720 y agosto 31 de 1721.
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Llama la atención que en la sesión del Cabildo habanero, de junio 12 de 1554, (a que me referí en otro lugar) al querer atender las quejas que por conducto del Gobernador daba el Rey, ordenando que se señalara en dicho lugar “punto donde hagan pueblo“, no tuvieran en cuenta la existencia de Tarraco.
Lo sabido es que después de lo anterior suena el nombre del “pueblo de indios de Guanabacoa“, cuando se juntaron en Cabildo y consulta el día 12 de diciembre de 1555 “el muy magnífico señor doctor Gonzalo Pérez de Ángulo, Gobernador de esta Isla por su Majestad y los señores Juan de Inistrosa, Alcalde ordinario, y Antonio de la Torre, Regidor perpetuo, y otros“.
Para mayor precisión, ya que los poblados indios poseían “bienes de propios“, se podría investigar acerca de éstos dentro del archivo del municipio de Guanabacoa. Remáchase más aun la existencia de pueblo de indios, con lo que consigna el artículo 17 de las Ordenanzas “que en 1574 hizo expresamente para el cabildo y regimiento de la villa de La Habana y demás villas y lugares de esta Isla de Cuba” el célebre oidor de la Audiencia de Santo Domingo Alonso de Cáceres y Carvajal; esto es: “que no se pueda traer vara en el pueblo de Guanabacoa de los indios“. Y debía tener importancia el lugar, cuando del mismo se ocupa un magistrado tan conocedor de esta embrionaria sociedad.
En la sesión celebrada por el Cabildo de La Habana, el 24 de enero de 1576, acordóse “que conviene al servicio de Dios e de su magestad que en el pueblo de yndios de Guanabacoa, término desta villa, aya un rreligioso que los dotrine e aministre los divinos oficios en el dicho pueblo, e quede presente están e han venido a esta dicha villa los rrelijiosos e frayles de San Francisco a montar monasterio“.
Lo de montar monasterio estaba de acuerdo con el propósito y práctica de establecer conjuntamente con el poder civil y militar, una parroquia en cada fundación. Y eran los franciscanos —partidarios de las encomiendas, frente a los dominicos que las combatían— los más dúctiles para doctrinar y dirigir a los indios.
Como que para mejor asegurar a los indios y recompensar a los pobladores españoles, a cada uno de éstos se le fijó en encomienda un pueblo completo de indígenas, que dirigían a su feudal entendimiento; ocurrió que el terrible Gonzalo de Guzmán, por diferencias de intereses con el orgulloso Manuel de Rojas, le quitó uno de sus enjundiosos beneficios; y en 9 de marzo de 1533 Rojas escribe al Rey denunciando que Guzmán lo despojó de “un pueblo de indios, que se decía Guanabacoa.”