Por: Samuel Hazard
En: Cuba a pluma y lápiz
París, ciudad del norte, debe verse a la luz de las antorchas y del gas, cuando luce rouge…“Desde el momento que se alumbra, parece como si sus habitantes comenzaran a vivir“.
Sustituid París por la Habana, ciudad del sur, y la anterior descripción será igualmente justa, pues para una gran porción del pueblo habanero, y particularmente la del bello sexo, su día empieza al atardecer.
Durante el día, por regla general, las calles se ven concurridas únicamente por los que a ello les obligan sus especiales negocios, y pocos son los nativos que andan a pie o en coche, por simple placer, antes del anochecer, que debe entenderse corresponde a nuestra tarde. Pasadas las cinco se empieza a notar algo de vida. Es la hora en que comienza la animación en el Paseo, llenándose de paseantes y de hermosos carruajes y quitrines, con su carga de bellas y elegantes ocupantes, las cuales, durante toda la parte previa del día, han estado “matando el tiempo“, probablemente vestidas con desaliño, sentadas negligentemente en sus mecedoras, sin hacer más esfuerzo que el mecerse y abanicarse, interrumpiendo esta ocupación en las horas de siesta del mediodía.
Pero llegan para ellas las horas de actividad. Después de dedicarse a un elaborado peinado (para las señoras cubanas el peinado es un trabajo de arte y de belleza, y hay que reconocer que muestran mucho gusto en el arreglo del cabello con que Natura las ha dotado) se hallan ya en disposición de ser admiradas.
Se las ve luego en el Paseo, generalmente en parejas, en un quitrín, o varias de ellas en un carruaje, con uno o dos hermosos niños. No llevan nada en la cabeza, excepto el magnífico regalo que les ha hecho la naturaleza en forma de “trenzas, negras como las alas del cuervo“. Dirige los caballos del vehículo un negro que ostenta brillante librea, con dorados galones, altas botas que casi le llegan a la .cintura y espuelas de plata.
Cuando se trata de un coche de lujo en forma de birlocho o carruaje alto, además del cochero, va un lacayo con librea y los caballos son de gran tamaño, de casta norteña. A veces se ven señoras con la afamada mantilla española, aunque no es muy común su uso.
Ofrecen realmente un soberbio espectáculo a estas horas el Paseo de Isabel, Reina y Tacón, y es allí donde se pueden gozar con toda belleza los atardeceres tropicales. A los que estamos acostumbrados a una continua residencia en el Norte, tiene un particular encanto la vista de las hermosas mujeres, vistiendo con extremado gusto ropas de claros colores; de los elegantes caballeros, de los lujosos carruajes con sus cocheros y lacayos luciendo brillantes libreas; a lo cual hay que añadir el suave aire, fragante con el perfume de la reseda y el carácter tropical de los árboles y del ambiente en general.
El quitrín parece ser el vehículo más propio para estos paseos. Es grande y holgado, suave en su moción, ocupado generalmente por dos personas; pero los particulares tienen un pequeño asiento adicional, de modo que pueden ir tres señoras, siendo ocupado usualmente el delantero por la más joven o bonita del trío; y es por esto, a lo que presumo, que las señoras dan siempre a este asiento adicional el nombre de la niña bonita.
Entre la clase alta habanera predomina una gran etiqueta, y en nada se manifiesta tanto como en la costumbre entre los caballeros de sentarse a la izquierda de las damas en los coches; y aun cuando dos señoras y un caballero (éste siempre sentado a la izquierda) pueden ocupar un mismo asiento, no es costumbre que lo hagan dos caballeros y una dama, sin infringir las leyes del haut ton.
Como rápidamente las sombras de la noche suceden a la claridad del día (porque aquí el crepúsculo es de poca o ninguna duración) se ve de pronto brillar las luces en todas direcciones. Largas hileras de luces en los paseos, alrededor de las fuentes y en las tiendas, prestan a la escena la brillante apariencia de un lugar encantado.
Los cafés, resplandecientes de luces, bullen de gente; el gran Teatro de Tacón abre sus puertas y aparece brillantemente iluminado; los anticuados serenos, con sus palos en forma de lanza y sus pequeñas linternas, se estacionan en las esquinas; y todo es vida, movimiento, animación. Estos serenos son también una cosa de Cuba, habiendo sido instituidos por Tacón en su afán de establecer la ley y el orden; pero si en su tiempo no fueron un mejor cuerpo de lo que es hoy, de poca utilidad resultarían, excepto como una mera exhibición.
Muchos de ellos son individuos robustos, de alegre aspecto; visten gruesas chaquetas, con un cinto en el cual ostentan una anticuada pistola. Se sientan, particularmente a altas horas de la noche, al borde de las aceras, en las esquinas, y cada media hora se levantan, golpean con la lanza el pavimento, o a veces lanzan un largo silbido, y luego gritan de manera estentórea:
—¡Las doce y sereno!
Y en lugar de “sereno” gritan “nublado” o “lloviendo“, según el estado del tiempo. Pero como el grito más usual es el de “sereno”, por prevalecer las noches claras en el curso del año, de ahí que se les distinga con dicho nombre. Imaginaos ahora que habitáis una casa de esquina, y que cuatro de dichos individuos, uno tras otro, se detienen frente a la casa, golpeando el pavimento con sus lanzas, perturbando lo mejor de vuestro sueño, y tendréis una débil idea de lo placentero que esto puede ser.
Una noche, después que me molestaron tanto que no pude dormir, salí al balcón y le ofrecí al sereno pagarle la cerveza si omitía uno o dos de sus periódicos cantos para poder conciliar el sueño; pero el hombre parecía mal humorado, y después de decirme algo respecto a su obligación oficial, di el caso por perdido.
Supón ahora, lector, que me acompañas una noche o dos, para estar luego en condiciones de ir solo. Después del placentero recorrido en coche por el Paseo, nos detenemos en “El Louvre“, en la esquina opuesta de Tacón, y tomamos un frío refresco de naranja, y tras de saborearlo, encendemos un Londres y luego nos dirigimos con paso tardo calle Obispo abajo hasta la Plaza de Armas, frente al Palacio del Gobernador General. Observad ahora el bello efecto de los establecimientos, brillantemente iluminados, cuyos mil y un artículos reflejan los deslumbrantes rayos de luz. Ved también las volantas paradas ante las puertas, con sus ocupantes de ojos negros que aprovechan las frescas horas del anochecer para hacer algunas compras, quizás en route para oír la música.
Notad la diferencia en el número de transeúntes en las calles ahora y el que había en pleno día. Todo ahora es alegre y brillante vida, excepto dentro las casas. Atisbando, al pasar, las enrejadas ventanas, abiertas de par en par, veis las frescas salas, con el suelo de losas de mármol, y os dais cuenta de la vida interior de sus ocupantes, recibiendo o disponiéndose a recibir a sus amigos.
Fijaos en la peculiar manera que están dispuestas las sillas. Hay dos hileras en forma paralela, y una gran mecedora a cada extremo, cuando las hileras no son de mecedoras, en vez de sillas. El frío suelo está huérfano de alfombras, excepto unas pequeñas alfombrillas puestas frente a cada asiento, para colocar los pies. Suponed ocupadas las sillas por dos o tres lindas muchachas, presididas por una señora mayor, y tendréis una visión de la vida social habanera.
Lo mismo si sois un mero conocido que el novio de una de las muchachas, sólo podréis visitarlas después de las cinco. No se os concederá mayor libertad que visitar así a vuestra innamorata; nada de breves conversaciones íntimas, de encantadores paseos, a pies o á cheval. No, señor; si usted desea oprimir la mano de su dulcinea, debe hacerlo a la vista de la mamá; en cuanto a algo de mayor importancia…