Por: Emilio Roig de Leuchsenring
En: La Habana de ayer, de hoy y de mañana (1928)
Tal vez muchos habaneros de la actual generación, poco conocedores de nuestra historia, achaquen al olvido o a la incuria de los gobernantes la existencia, frente al actual Palacio Presidencial, de la garita de piedra, medio derruida, que allí se levanta, o la del trozo de paredón, con un viejo árbol entre sus sillares, que se encuentra en uno de los costados del nuevo edificio del Instituto, o el otro paredón de gruesas piedras que se vé en la calle de Egido, muy cerca de la moderna Estación Terminal.
Y, sin embargo, esas ruinas de viejas, destruidas y abandonadas fortificaciones, contrastando precisamente con la modernidad y flamancia de tres de los más recientes y bellos palacios de nuestra capital, no se encuentran en esos lugares por abandono o desidia, sino que su conservación demuestra un acierto, raro entre nosotros, revelador del amor y respeto que siempre debíamos tener para todo aquello que, representando algún valioso recuerdo histórico, rememorase a las generaciones presentes, tiempos, cosas y hombres de otras épocas ya pasadas, que no deben sepultarse en el olvido, porque forman parte de nuestra vida como pueblo, y nos dan a conocer la evolución que hemos experimentado y nos permiten apreciar si hoy, al final de ella, nos podemos regocijar con el progreso conquistado o entristecer por el atraso o estancamiento sufrido.
Y pocos recuerdos históricos tan significativos, valiosos e interesantes para nuestra Habana como esos tres derruidos paredones.
Ellos son las únicas reliquias que nos quedan de las antiguas Murallas, que, formando enorme cinturón de piedra, rodeaban y defendían, como inexpugnables fortalezas de su época, a la primitiva, modesta, sencilla, patriarcal y pequeña ciudad de San Cristóbal de la Habana.
¿Cuál es la historia de estas Murallas? ¿Por qué se levantaron? ¿Cuándo se realizó su derribo?
El constante peligro de que se veían amenazados los habaneros por los frecuentes ataques de corsarios y piratas y el temor de que los ingleses, envalentonados con la toma de Jamaica en 1655, asaltasen también la Habana, y no fuesen suficientes para contener y rechazar a aquéllos y éstos, las fortalezas de la Fuerza, el Morro y La Punta, ni los torreones de La Chorrera y Cojímar, ya existentes, y habiendo fracasado el proyecto del Gobernador D. Francisco Gelder de aislar la población con un foso o canal de la Caleta de San Lázaro al estero de Chávez, hizo que se acometiese en 1663 la idea del Gobernador D. Juan Montano Blásquez consistente en cercar toda la ciudad con una muralla.
Y la obra se comenzó, ofreciendo el vecindario para la misma, según recoge el historiador Arrate, 9,000 peones, votando el Cabildo el impuesto de medio real de sisa sobre cada cuartillo de vino vendido, que unido a los 20,000 pesos que dieron las Cajas Reales de México, parecían suficientes para ir realizando la obra.
Suspendidas éstas poco después de comenzadas, por necesidades guerreras más apremiantes, el peligro, cada vez más temido, de un asalto de los ingleses, impulsó a llevar adelante rápidamente, con la relativa rapidez de la época, la continuación de tan importantísima fortificación y a ella se dedicaron con todo entusiasmo los gobernadores Orejón, Rodríguez Ledesma, Córdoba, Lazo de la Vega, Marqués de Casa Torres, Güemes y Cagigal, quedando concluidas en 1740, pero no terminándose el camino cubierto y los fosos hasta 1797, después de haberse reparado los grandes destrozos que en las murallas y demás fortalezas de la ciudad causó la toma de la Habana por los ingleses en 1762.
Las murallas se extendían desde el Castillo de la Punta al Hospital de San Francisco de Paula, formando un polígono de nueve baluartes y un semibaluarte unidos por cortinas intermedias y con escarpas, parapetos, fosos, camino cubierto y plazas de armas y en conjunto no costaron más de tres millones de pesos fuertes.
Como aun puede verse por las ruinas que se conservan, eran de buena cantería y tenían sus garitas para los centinelas, repartidas a todo lo largo, semejantes a la que aun existe frente al Palacio Presidencial. Estaban abiertas por las puertas siguientes: la de la Punta, al Norte, y la doble de Tierra o Muralla, al oeste, con entrada y salida, las primeras que se abrieron, con sus rastrillos y puentes levadizos y alojamientos anexos para la tropa que las custodiaba; la de Colón, a la que pertenece el único garitón que se conserva; las de Monserrate, donde está hoy la plazuela de Albear; la de Arsenal o de la Tenaza, cerrada en 1771 por rivalidades entre el Capitán General y el General de Marina, abriéndose en su lugar la Puerta Nueva del Arsenal; y la de Luz, que desapareció al terminarse los muelles. Para reforzar estas fortificaciones, en 1708 el Gobernador Marqués de la Casa Torres construyó el baluarte de San Telmo que iba del Castillo de la Punta al de la Fuerza Vieja, cerrando así la Ciudad por la orilla del mar; pero, por juzgarse después inútil para la defensa, fué derribado hacia 1730, siguiéndose el recinto de la muralla, desde la Punta sobre la bahía. Todas estas obras sufrieron modificaciones, mejoras y adiciones por los distintos gobernadores, según las necesidades de defensa que creían oportunas o las circunstancias políticas de su mando.
Pero a medida que la Habana se ensanchaba y crecía, se iban formando dos ciudades, una dentro, la antigua, y otra fuera, la moderna, del recinto de las Murallas, que el pueblo conocía con los nombres de intramuros y extramuros, o la Habana vieja y la Habana nueva, resultando que las Murallas eran cada vez más inútiles para la defensa de la capital, por quedar fuera de la protección de esa fortaleza una parte considerable de la ciudad, que por las noches, al cerrarse las puertas, resultaba, además, incomunicada.
Y así comenzó a realizarse, el 8 de agosto del referido año, con gran solemnidad, siendo el primer trozo que cayó bajo la piqueta manejada por el Gobernador Superior Civil, la parte correspondiente a las puertas de Monserrate, o sea entre Obispo y O’Reilly, hoy Plazuela de Albear. Bendiciones del obispo, vivas a la Reina, cañonazos, discursos, fuegos artificiales, iluminación de gas, cucañas, bailes, funciones ecuestres y juegos lícitos, fueron complementos adecuados de la época con que los habaneros celebraron alborozados uno de los acontecimientos más trascendentales de la historia de su querida ciudad: el derribo de las Murallas, primera y necesaria parte de la gran obra en que todavía estamos empeñados, de engrandecer la Habana hasta colocarla a la altura material, económica, comercial y monumental que se merece y necesita la antigua ciudad, “llave del Nuevo Mundo antemural de las Indias occidentales“, capital ayer de la “siempre fidelísima Isla” y hoy de la República de Cuba. Al mismo tiempo los progresos de la artillería y las artes de la guerra hacían inservibles a sus fines esas primitivas defensas.
Y las Murallas, que antes eran la seguridad y confianza de los habaneros, se convirtieron en un estorbo y un impedimento, para que la ciudad pudiese, sin falsas, inútiles y artificiales divisiones, extenderse y crecer a medida de sus necesidades, tanto comerciales como de vivienda, de sus habitantes.
Por todas estas razones, se empezó, desde 1841 a pedir a la Metrópoli por los capitanes generales y el Ayuntamiento la autorización para el derribo de las Murallas, no accediéndose a ello hasta 1863, por Real Orden de 22 de mayo.