Por: Conde San Juan de Jaruco
En: Diario de la Marina (11 mayo 1952)
El 23 de octubre de 1634, tomó posesión del gobierno y capitanía General de la Isla de Cuba, el maestre de campo don Francisco Riaño y Gamboa, natural de Burgos, Caballero de la Orden de Santiago. La nave en que venía de Cádiz la estrelló una tempestad sobre la costa del Mariel, por lo que desnudo y hambriento sólo pudo salvar su persona y sus papeles.
Poco tiempo después de iniciar su mando en Cuba, el temible pirata Cornelio Vols, más conocido en su tiempo por el mote de “Pie de Palo“, por haber perdido una pierna cortada por una bala de cañón en un combate naval, y que había llegado a ser almirante de la flota holandesa por sus proezas, apareció con dieciseis galeones sobre las costas de esta Isla. La rica flota de Veracruz, próxima a salir del puerto, cuyo numérico sólo ascendía a más de veinte millones de pesos, habría infaliblemente caído en sus manos, si Riaño no se hubiese apresurado avisar al virrey de México, cuales eran las fuerzas y la situación del enemigo. Este aviso lo llevó a Veracruz don Francisco Poveda, el práctico más atrevido e inteligente del puerto de La Habana. Pero los pocos galeones que venían de Portobelo y Chagres al mando del marqués de Caracena, sin recibir aviso alguno, se encontraron en las aguas de Cabañas con la escuadra holandesa y no pudieron evitar uno de los combates más sangrientos, aunque felizmente más gloriosos para la marina española. Seis galeones cargados de riqueza pelearon contra dieciseis animados por la pericia de su jefe. El mar se enrojeció de sangre en aquel sitio. El marqués de Caracena, que como “Pie de Palo” salió de la refriega herido, no sólo salvó sus naves, sino que persiguió a los holandeses y les echó algunas a pique, pudiendo refugiarse luego en el puerto de La Habana para reparar sus infinitas averías.
El capitán general Riaño trajo la comisión especial a Cuba de poner en orden todo lo referente al Fisco que hasta entonces estaba en manos de los contadores y tesoreros de la Real Hacienda, para que les tomase cuenta a éstos y arreglaran mejor la administración de Rentas Reales.
Todo el período de su mando lo concretó casi exclusivamente a tomar cuentas a los empleados de Hacienda, a variar su personal, cobrar atrasos a los deudores del Fisco y establecer arancel fijo de derechos de importación y de consumo, arreglando también los aranceles de Aduanas e introduciendo todas las reformas que acababan de establecerse en México y otras provincias americanas.
En cuanto a la toma de cuentas, tuvo Riaño que apelar a medios represivos y violentos que ocasionaron algunos incidentes deplorables, como fue el que ocurrió al alférez Agustín Pérez de Vera, enviado a Sancti Spíritus a ejecutar sus providencias, al cual lo mataron allí a lanzadas en los últimos días del mes de enero de 1637, obligando al gobernador a mandar al capitán Melchor Reyes de Toledo con alguna tropa y con el título de su teniente general para apresar y castigar a los delincuentes, sin que lo lograra, pues éstos se fugaron al enterarse del envío de tropas, quedando impune el delito cometido.
El gobernador Riaño se encontró, que desde el comienzo de la administración en Cuba, los oficiales reales de Hacienda, encargados de las recaudaciones de rentas de esta Isla, Santo Domingo, Puerto Rico, Jamaica y la Florida, daban cuenta de sus operaciones al Tribunal de Cuentas establecido en México, dando lugar esta distancia a errores y fraudes que eran de esperarse con grandes perjuicios para el Fisco. Un regalo, un empeño dirigido por el interesado al funcionario que influyese en las resoluciones, dilataba la revisión de las cuentas de Cuba largos años, y no era raro, cuando apareciese el alcance, hubiesen desaparecido hasta del mundo de los vivos el oficial real, el deudor y hasta la fianza. Así lo acreditaban dos ejemplos, entonces muy recientes, los del tesorero Lupercio de Céspedes y del contador Juan de Guiluz. Creyó Riaño que se extinguieran esos abusos estableciendo el La Habana una Contaduría que interviniese, además de todas las cuentas de esta Isla, todas las de las islas de Trinidad y Puerto Rico, naciendo de este principio la idea del establecimiento de un Tribunal de Cuentas en La Habana.
Obtuvo Riaño mejor éxito en plantear sus aranceles, recibiendo sin disgustos por la moderación de las tarifas que implantó, las cuales fueron aprobadas por el Rey con el nombre de arbitrio de Armadilla.
Desde entonces se reformaron todos los gravámenes de introducciones de mercancías y géneros procedentes de Nueva España, Campeche, Honduras, Caracas, Maracaibo, Guayaquil, Tabasco, Río de la Magdalena, y de cualquier otro punto de América, destinándose los fondos que producían para conservar la Armardilla de galeones guardacostas, y que, como todas las contribuciones, que casi nunca cesan con el motivo que las dicta, se aplicaron a otras necesidades después que aquellos buques desaparecieron. Por lo demás, en nada se alteraron con los aranceles de Riaño los derechos anteriormente planteados sobre productos y consumos. Los de la importación y exportación para España siguieron como antes.
Noticioso el Consejo de Indias de las irregularidades que continuaban ocurriendo en Cuba con las recaudaciones del Estado a pesar de las reformas y buenos deseos que animaban al capitán general Riaño, ordenó la creación de un Tribunal de Cuentas en La Habana, eligiendo para su fundación por comisión particular, el 20 de marzo de 1638, al licenciado Pedro Beltrán de Santa Cruz y Beitia, con facultad para intervenir también en las operaciones de las referidas islas de Barlovento, y el cual fue confirmado en el cargo de contador mayor por real cédula dada por don Felipe IV con fecha de 13 de mayo de 1639. Hasta entonces, conforme a la Ley primera del 24 de agosto de 1605, sólo se habían fundado en Indias tres Tribunales de Cuentas: uno de ellos, en el Perú; otro en Santa Fé (Colombia), y el tercero en Nueva España (México).
El referido licenciado Pedro Beltrán de Santa Cruz y Beitia, nacido accidentalmente la ciudad de Quito y de familia oriunda de Canarias, fue tronco inicial de esta noble familia en Cuba. Desempeñó el cargo de contador mayor del Real Tribunal de Cuentas de la Isla de Cuba, por espacio de treinta y dos años y entre sus numerosos servicios prestados en nuestro país, aparece su proyecto de surtir de agua a La Habana, trayéndola del río Armendares por medio de una zanja, para hacerlas derramar en la bahía de esta ciudad, pero no se llevó a cabo su proyecto. En primero de enero de 1669, salió electo alcalde ordinario de La Habana. Casó en la catedral de esta ciudad el 22 de diciembre de 1633, con la ilustre habanera doña Isidora de Noriega y Recio, hija del sargento mayor don Alonso de Noriega y Venegas, alcalde de la Santa Hermandad, y de doña María Recio y Sotolongo, descendiente de los primeros pobladores de la Isla.
Los descendientes del contador Pedro Beltrán de Santa Cruz y Beitia, continuaron prestando numerosos servicios en nuestro país, pudiendo considerarse a esta familia, como una de las que más han contribuido al desarrollo y fomento de la Isla de Cuba, en todas las ramas de la actividad humana, durante los últimos trescientos años de la dominación española; en consideración a ello, los Reyes don Carlos III y don Carlos IV, concedieron a varios miembros de esta familia los títulos de conde de San Juan de Jaruco, con la jurisdicción civil y criminal en Primera Instancia, anexa a la Vara de Justicia Mayor de la población de este nombre, y de conde de Santa Cruz de Mopox, con Grandeza de España; así como también a don Agustín de Santa Cruz y Castilla, se le prometió el condado de Santa Cruz de Cumanayagua, por haber donado al Estado las tierras en que está fundada la ciudad de Cienfuegos, a cuyo fomento y desarrollo contribuyó notablemente. En los respectivos Reales despachos de las concesiones de estas dignidades, se hace constar que éstas fueron otorgadas principalmente por los servicios prestados por esta familia en Cuba, teniendo igualmente en consideración, que los miembros de este linaje han estado sirviendo a la corona desde mediados del siglo XIV.