Por: Conde San Juan de Jaruco
En: Diario de la Marina (13 julio 1947)
Por el año 1677 apareció en La Habana con señales de loco, desnudo de la cintura arriba, descalzo y con una banderola en la mano, hecha de andrajos, el hermano Sebastián de la Cruz, tercero del hábito exterior de San Francisco, que sin más rentas que las limosnas que recolectaba, estableció en una casa de esta ciudad una enfermería donde asistía y curaba con la mayor caridad a cuantos forasteros pasaban por La Habana, comprendiendo entonces los insensatos vecinos, que no se trataba de un demente, sino de un bondadoso y abnegado sacerdote.
Diez años después llegó a La Habana para tomar posesión de la mitra de Cuba, el Ilustrísimo Diego Evelino de Compostela, el cual tan pronto tuvo conocimiento de lo que venía realizando el hermano Sebastián de la Cruz, fundó en su residencia particular de verano, en parte del terreno que ocupaba la capilla de San Diego, en unas casas que existían en su huerta y jardín, un hospital destinado para la convalecencia de la marinería y soldados transeúntes que habían sido dados de alta en el hospital de San Juan de Dios, y que se dirigían en su mayor parte al virreinato de Nueva España, donde a la sazón gobernaba el duque de Alburquerque, ilustre descendiente de don Beltrán de la Cueva, primer duque de este título, conde de Ledesma y de Huelma, Gran Maestre de la Orden de Santiago, célebre ministro de don Enrique IV de Castilla. La primera dotación que se le hizo al hospital, fue de seis camas que se sostenían con limosnas y con los réditos que producían los bienes que dejó para esta finalidad el capitán Manuel Raposo.
A fines del siglo XVII, viendo el piadoso y constructivo obispo Compostela, que resultaba muy pequeño el hospital de convalecencia que había instalado en su casa de recreo, levantó el Convento de Belén, ayudado en gran parte con los recursos que le facilitó el caritativo don Juan Francisco Carballo, natural de Sevilla, alférez de milicias y poderoso mercader de La Habana; y como la hospitalidad de convalecencia estaba encomendada a los Religiosos Belemitas, éstos enviaron de Méjico (donde estaban establecidos), a instancia de la virreina duquesa de Alburquerque, a los padres Francisco del Rosario y a Julián de San Bartolomé.
El 16 de noviembre de 1718, fue alevosamente apuñalado el generoso alférez Carballo, que ya había costeado la construcción de la iglesia de Belén y el ángulo del primer claustro donde se había establecido la primera escuela gratuita para niños pobres que existió en La Habana. En su testamento legó a esta institución una cuantiosa suma que sirvió entre otras cosas para concluir la enfermería y adquirir el resto de los solares que abrazaba el edificio de la vasta manzana compuesta por las calles de Compostela, Acosta, Picota y Luz.
Declarado el edificio Convento de Bethlemitas, bajo la advocación de San Diego de Alcalá, fueron observadas todas las humanitarias prescripciones de esta Orden utilísima, que ejercitaba la enseñanza gratuita y la distribución diaria de alimentos a los pobres, además de la mira principal de su fundación, que era el hospedaje y asistencia de los convalecientes. Durante el sitio de la plaza de La Habana por los ingleses en 1762, ni un solo Bethlemita abandonó su puesto, y todos prodigaron su asistencia a los heridos de la guarnición.
En 1792, habiendo propuesto la Real Sociedad Patriótica de La Habana adjudicar una medalla al que con mejores datos probara cuáles eran los cuatro beneméritos de la Patria más acreedores a la gratitud de la Isla para erigirles otras tantas estatuas en el paseo de Extramuros, el eminente doctor cubano don Tomás Romay y Chacón, de esforzó en probar que eran Cristóbal Colón, Martín Calvo de la Puerta y Arrieta, don Carlos III y don Juan Francisco Carballo, “por que este último elevó un monumento más precioso y magnifico a los ojos del patriota ilustrado y sensible, que los arcos triunfales y aun del mismo capitolio de la soberbia Roma”. Más tarde, los restos de Carballo fueron trasladados al Colegio de Belén.
El piadoso Convento de Belén, en que centenares de niños pobres recibieron instrucción gratuita, desapareció de La Habana, en 1842, cuando fueron suprimidos en Cuba los institutos monacales, adjudicándose sus temporalidades la Real Hacienda. Entonces se estableció en este edificio, en todo el ángulo formado por las calles de Compostela y Acosta, un cuartel para un batallón de infantería, y la iglesia quedó abierta y a cargo de varios religiosos secularizados de otras ordenes. Desde fines de 1843, se estableció en la parte alta del Convento, el general subinspector segundo cabo de la Isla, con todas sus oficinas.
Compostela fue quizás el obispo más memorable de los que han regido la diócesis de Cuba. Dice el historiador Pezuela: “Sería preciso un tomo para dar exacta cuenta de las obras y creaciones que a pesar de la pobreza de su mitra, ejecutó el venerable prelado, echando así los cimientos de muchas poblaciones futuras en las iglesias que fundó en el campo. Fue su primera obra la Casa-Cuna, bendijo la Catedral de Santiago de Cuba, estableció el Colegio de San Francisco de Sales para niñas, y el Seminario para varones; la convalesencia de Belén situada en la finca de su propiedad; erigió en la Capital las iglesias de El Ángel de la Guarda, Santo Cristo del Buen Viaje, San Ignacio de Loyola, San Felipe de Neri, el hospicio de San Isidro, la ermita de Nuestra Señora de Regla y en el campo las iglesias de Santiago de la Vegas, S. Miguel del Padrón, Jesús del Monte, Río Blanco, Guamacaro, Macuriges, Santa Cruz, San Basilio, Consolación, Güines, Batabanó, Guane y Pinar del Río, y los monasterios de Recoletas de Santa Catalina y de Carmelitas de Santa Clara. Decíase de este bondadoso y laborioso obispo: ‘Que Dios convertía las piedras en limosnas y Compostela las limosnas en piedras para erigir las iglesias”. En Puerto Príncipe constituyó en parroquia auxiliar la ermita de la Sociedad, y en Oriente las de Caney, Sant. Del Prado, Jiguaní y otras. Este ilustrado obispo fue el primero que abrió las puertas a la instrucción pública en un país donde apenas existían algunas malas escuelas bajo pésimos maestros. El Seminario, cuyo rector y catedráticos pagó algún tiempo, y el ya mencionado para niñas, son monumentos que eternizan la memoria de Compostela. Compró y vivió la casa situada en la calle de su nombre, marcada con el número 155, la cual legó a sus sucesores en la mitra de Cuba. Falleció en La Habana este dignísimo Prelado el 27 de agosto de 1704, después de haber regido la diócesis de Cuba diez y siete años. El ilustre habanero coronel don Luis Chacón y Castellón, gobernador militar interino de la isla de Cuba, envió una guardia para su cuerpo, por que el pueblo quería despedazar sus vestiduras y distribuírselas como santas reliquias. Sus restos se encuentran en una lujosa urna, colocada al pie de muro de Evangelio del convento de Santa Teresa, fundado también por él, con un hermoso epitafio en latín que recuerda la gloriosa serie de sus beneficios en Cuba.
El 26 de noviembre de 1852, firmó doña Isabel II una real cédula que trataba del restablecimiento de algunas órdenes religiosas en Cuba, entre ellas, la de la Compañía de Jesús, “en algunos de los suprimidos conventos de La Habana”, y de acuerdo con ella, llegaron a nuestro poder después de un ostracismo de ochenta y seis años los jesuitas padre Bartolomé Munar, superior; padre Cipriano Sevilla y el hermano coadjutor Manuel Rubia, que desembarcaron el 29 de abril de 1853, comenzando en esta fecha la tercera y brillante estancia de la Compañía de Jesús en Cuba. Fueron alojados los Padres en el actual Seminario de San Carlos, situado al fondo de la Catedral, que como sabemos fue propiedad de esta Compañía, con el nombre de Colegio de San Ignacio de Loyola, y el cual perdieron cuando su expulsión de Cuba, en 1767.
Cumpliendo órdenes del gobierno supremo, el general Juan Manuel de la Pezuela y Ceballos, marqués de la Pezuela, conde de Cheste, grande España, capitán general y gobernador de la isla de Cuba, entregó el antiguo Convento de Belén a la Compañía de Jesús, para la instalación de su prestigioso Colegio en La Habana. Al recibir el Convento el R. P. Munar a nombre de los jesuitas, dijo esta bella frase al Capitán General. “La instrucción en manos de la Compañía no fue nunca sino un medio; la educación es su fin. La primera hace al hombre docto, pero la segunda hace al hombre de bien”.
Los bien preparados miembros de la Compañía de Jesús, continuaron dando clases en el antiguo Convento de Belén, hasta el curso de 1925 al 26, en que inauguraron su hermoso edificio situado en las alturas de Columbia, Marianao.