Sobre el tema de los cementerios por el Conde San Juan de Jaruco

Por: Conde San Juan de Jaruco
En: Diario de la Marina (15 junio 1947)

En los primeros tiempos se encontraban diseminadas las tumbas por los bosques y caminos, siendo Abraham, padre de los fieles, el primero que instituyó el Cementerio al morir en Palestina Sara, su tierna y amada esposa. Una vez terminados los oficios del funeral, queriendo el Patriarca enterrarla en sepultura propia, consiguió que los hijos de Heth le vendiesen una porción de tierra, diciéndoles: “Daré el precio del campo, recíbanlo, y de esta manera enterraré en él mi muerto” (Génesis). La tierra adquirida por Abraham era la que existía dentro de una cueva frente a Mambré situada en un valle nutrido de frondosos árboles y plantas aromáticas que embellecían y perfumaban aquel lugar, y entre los cuales se destacaba el Terebinthus, árbol resinoso, tan antiguo como el mundo, según el voto de San Jerónimo, que proyectaba una hermosa sombra, y debajo del cual anunciaron los ángeles a Abraham el milagroso nacimiento de Isaac, y a cuyo pie enterró Jacob los falsos ídolos.

Era costumbre sembrar en los cementerios sauce, ciprés, pino, limón y otras plantas cuyas balsámicas emanaciones se consideraban beneficiosas para la salud pública, como el girasol que tiene la propiedad de absorber por sus flores y hojas los efluvios que se desprenden de los lugares infectos. Esta última planta, que sembró Teuler, ingeniero en jefe de las obras hidráulicas de Rochefort, hicieron desaparecer las calenturas, las que también desaparecieron en el Potomac con la misma planta, que hizo sembrar Mauri. Para impedir el desarrollo de enfermedades pestilenciales, se ordenó en Francia sembrar con profusión girasoles. (Informe publicado en 1868, por el doctor Ambrosio Gonzáles del Valle y Cañizo).

Los parsio tenían dos cementerios, uno negro para los que se habían distinguido por sus virtudes, enterrándose los demás en el otro. Las nieves sirvieron de sepulturas a los escitas, y a los garamantios la arena. Los chinos entierran a sus familiares en los jardines, y los turcos en las costas. A petición del emperador Carlomagno, y en tiempos de Teodosio el Grande, quedaron reservadas las sepulturas subterráneas para los reyes y religiosos, y en la nave mayor de la iglesia dispusieron enterrarse los reyes de Constantinopla, desde cuya época comenzaron a sepultarse en los templos no sólo los emperadores y sacerdotes, sino también todos los cristianos, los cuales no pudieron al principio hacer mucho uso de los cementerios por las persecuciones que les hacían, viéndose obligados a ocultar los cadáveres en casas particulares, enterrándolos en las Catacumbas durante la noche, de donde tomó origen la costumbre de llevar luces en los entierros.

En la Habana, siguiendo la costumbre establecida en todas partes del mundo, se enterraba en las iglesias, siendo las sepulturas preferentes las que se encontraban inmediatas a las gradas del altar mayor. En nuestra parroquial mayor se destinó la sacristía para sepultura de los sacerdotes , y por auto de 26 de agosto de 1799, concedió el obispo Felipe José de Trespalacios a los dueños de ingenios la gracia de establecer cementerios en ellos. En los campos se enterraba en los montes y anualmente se conducían los huesos al cementerio de la parroquia mayor de La Habana, y recibían entonces sepultura eclesiástica, para que se inhumaran en lugar bendecido.

Durante el gobierno del teniente general don Salvador de Muro y Salazar, marqués de Someruelos, capitán general y gobernador de la Isla de Cuba, fue desterrada la viciosa práctica de enterrar en las iglesias, fundándose cementerios en todos los pueblos de esta isla. Durante su mando y por indicación de don Manuel de Godoy y Alvarez de Farias, príncipe de la Paz y duque de la Alcudia, célebre ministro de don Carlos IV, fue nombrado obispo de La Habana don Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa, natural de Alava, el cual llegó a esta ciudad el 25 de Febrero de 1802, siendo consagrado en esta Catedral por el obispo cubano don Luis de Peñalver y Cárdenas, y fueron sus padrinos el capitán general marqués de Someruelos, don Juan de Raoz, general de marina del apostadero de La Habana, el intendente Viguri y el almirante Gravina, muerto más tarde, en la famosa batalla de Trafalgar.

A los pocos días de haberse hecho cargo de la mitra de Cuba el obispo Espada, fue atacado de la fiebre amarilla, siendo salvado milagrosamente por la pericia del eminente médico cubano doctor Tomás Romay y Chacón. Durante su gravedad hizo este prelado voto de establecer en La Habana el cementerio que más tarde llevó su nombre, desterrado de esta manera la antigua y perniciosa práctica de enterrar en las iglesias, ya abolida en España desde el 3 de abril de 1787, por real orden del ilustrado monarca Carlos III, y conservada en esta isla por el interés del clero parroquial a pesar del empeño que para terminarla demostró el mariscal de campo don José de Ezpeleta y Galdeano, conde de Ezpeleta, capitán general y gobernador de la isla de Cuba.

El cementerio de Espada, inaugurado y bendecido el 2 de febrero de 1806, estaba situado a una milla al oeste de la capital, en la actual calle de San Lázaro, en los terrenos de la Huerta, cedidos para esta finalidad por el doctor Francisco Teneza y Rubira, consultor del Santo Oficio de la Inquisición y protomedico de la Habana. Lindaba por su izquierda con el pequeño cementerio del hospital de San Juan de Dios, más tarde donde se construyó (1828) el asilo de Dementes de San Dionisio, a continuación de este último, se encontraba establecido el hospital de San Lázaro.

En la parte superior de la portada del cementerio de Espada se hallaba la siguiente inscripción: “A la Religión. A la salud pública. El marqués de Someruelos, Gobernador. Juan de Espada, Obispo”. Al crearse los nichos en 1845, en sustitución de la antigua costumbre de enterrar en bóvedas, se colocó la siguiente lápida: “Bajo los auspicios del Exmo. Sr. Gob. Civil Cap. Gral. Vice R. Patrono D. Leopoldo O’Donnell, se dio principio a la construcción de nichos en este asilo”.

 

En la capilla, situada en el centro del fondo, se destacaba el Juicio Final, hermoso cuadro del célebre don José Perovani, donde demostró su autor ser un excelente dibujante, que había estudiado con provecho las propiedades del cuerpo humano, la anatomía pintoresca, la belleza en el ropaje, la composición histórica, no menos que la armonía en los colores, y por ultimo un ingenio portentoso en la expresión de asombro representada en todos los semblantes de los personajes que figuraban en el cuadro, al que servía de fondo y último término el mismo cementerio. También deben citarse otros cuadros del mismo autor que adornaban la morada de los muertos, entre ellos, El Tiempo y la Eternidad, y a sus lados, la Religión y la Medicina. La Resurrección Universal, estampada en la capilla, inspiró al poeta Zequeira estos versos:

“Antes del postrer ruido de la trompa
Haces que se abran los sepulcros yertos;
Animas las cenizas, y a los muertos
Que amaron la virtud pintas con su pompa
De esplendor cubiertos”.

Don José Perovani, natural de Brescia, en Venecia, fue educado en Roma. Casó en Filadelfia con doña Juana Gordon y Balduari que estableció una academia de idiomas en La Habana. Su hija, doña Elvira Perovani y Gordon, casó con don Andrés de la Torre y Armenteros, miembro de una de las más antiguas y nobles familias de La Habana, dejando una distinguida descendencia.

El cementerio Espada tenía en su frente un ameno y dilatado jardín “destinado en lo futuro para plantas medicinales, a fin de disminuir con su bello aspecto el aire sombrío y melancólico de los sepulcros, y de ofrecer a la frente de los fúnebres triunfos de la muerte los preciosos medios de resistir sus despiadados ataques”. Los primeros restos que se depositaron el día de su inauguración fueron los del mariscal de campo don Diego Antonio Manrique, capitán general y gobernador de la isla de Cuba, que falleció en la Habana del vómito negro el año siguiente de haber tomado el mando de esta isla. De la capilla de la Casa de Beneficencia, donde estaban depositados, partió el cortejo acompañado por un piquete de Dragones, al que seguían la Cruz Catedral, Cabildo Eclesiástico, dos regidores del Ayuntamiento, y dos coroneles que llevaban las borlas de la caja. El Dean y Ministros, el Sr. Obispo, los cuerpos militares y políticos con sus jefes, el intendente de la Real Hacienda, el comandante general del Apostadero, el conde de Jaruco y de Mopox, como subinspector de todas las tropas de la isla de Cuba, y el Ayuntamiento, presidido por el capitán general, marqués de Someruelos. Cerraba la procesión una compañía del regimiento fijo de esta plaza. En el centro del cementerio se puso un catafalco y allí se colocó la caja que encerraba los restos del gobernador Manrique. El obispo Espada, revestido de medio pontifical, bendijo el lugar, al que siguió la inhumación de los restos, colocados en la bóveda destinada a los gobernadores de La Habana.

La gran mortandad que ocasionó en La Habana el cólera de 1868, no permitió dar más sepulturas en el cementerio de Espada, por lo que se ordenó el 4 de enero de dicho año, que solamente se enterrasen en él a los que tuvieran nicho o bóveda, quedando sirviendo de cementerio el de Atarés, hasta que se terminara el de Colón, autorizado por real orden de 26 de Julio de 1854, y confiada su realización al Gobierno de la Diócesis el 19 de Abril de 1862.

El doctor Ambrosio González del Valle y Cañizo, eminente médico cubano, vocal de la Junta de Cementerios, de familia procedente de Avilés, Asturias, consagró parte de su vida al estudio de cementerios, escribiendo varios folletos de gran erudición y ciencia sobre esta materia. Fue además, director de la Sección de Medicina y Cirugía, vocal de la Junta de Sanidad, regidor del Ayuntamiento, miembro de la Sociedad Económica de Amigos del País, socio de mérito de la Academia de Ciencias de La Habana, y correspondiente de la de Ciencias y Letras de las Baleares. Fueron sus hermanos: Cosme, Manuel, Fernando, José Zacarías y Esteban. Los cuales:

Don Cosme y don Manuel fueron abogados distinguidos, este último catedrático, decano de la Facultadad de Filosofía y Letras, vocal de la Junta de Gobierno y Beneficencia Pública, alcalde mayor interino, teniente regidor del Ayuntamiento, presidente y socio de mérito de la Económica de Amigos del País de La Habana.

Doctor Fernando, fue médico, cirujano mayor del Hospital de San Ambrosio, y del Civil de Mujeres, catedrático y rector de la Universidad, y vicepresidente de la Sociedad Económica de Amigos del País de La Habana, socio corresponsal de la Academia de Escolapios de Madrid y comendador de las órdenes de Isabel la Católica y de Carlos III.

Licenciado José Zacarías, fue abogado de los reales tribunales de España, distinguido literato, catedrático de Filosofía de la Universidad de la Habana y secretario honorario de Su Majestad.

Don Esteban, fue médico del Hospital de San Francisco de Paula, primer cirujano de los hospitales de San Felipe y Santiago, de San Juan de Dios, y del de San Ambrosio, y catedrático de la Universidad de la Habana.

 

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