Por: Samuel Hazard
En: Cuba a pluma y lápiz
Vagaremos primeramente por algunas de las principales calles, las más interesantes para el extranjero, que se hallan en la parte vieja de la ciudad: Ricla, Obispo y O’Reilly, todas en dirección hacia la bahía, y Mercaderes, que la cruza en ángulos rectos, las cuales, si el lector ha consultado el plano, le serán en seguida casi familiares, conociendo el corazón de la ciudad. Por mi parte, casi envidio a cualquier recién llegado las peculiares sensaciones de pasar por ellas por vez primera en un día cálido, cuando el sol ha obligado ya a tender los toldos al través de la calle, de casa a casa, formados muchos de ellos con telas de brillantes, alegres colores, que prestan a las estrechas calles una extraña y sombreada apariencia.
Aun después de semanas de residencia, jamás me cansaba de vagar por estas calles, observando las curiosidades y singularidades de su arquitectura, los títulos chuscos de sus establecimientos y la curiosa y atractiva manera de exponer los artículos ante los ojos del público, no por estar amontonados en los aparadores y escaparates, sino por tener el establecimiento completamente abierto y todo a la vista del que pasa.
En las primeras horas de la mañana ya la ciudad ofrece aspecto animado, viéndose solamente hombres (brillando las mujeres por su ausencia); y las volantas y demás carruajes van de un lugar a otro, cual en pleno día en nuestras ciudades.
Dirijámonos a la calle de Riela, a cuyos lados se suceden los hermosos establecimientos de toda clase, de joyería, lencería y lindos objetos de fantasía, sin faltar una curiosa tienda en una esquina dedicada exclusivamente a la venta de cirios de todos colores y tamaños, desde el más pequeño al que tiene aspecto de un inmenso palo de cera, parecido a un pequeño poste de anuncios, por las inscripciones en él pintadas; y todos se hallan a la disposición de los devotos que quieran comprarlos.
Doblando ahora, nos hallaremos en Mercaderes, una buena calle, no tan llena de establecimientos como las otras, pero igualmente lugar de comercio, donde abundan las oficinas y almacenes.
Llegamos a la calle Obispo. Ved el cuadro de vida y movimiento que se os ofrece. Esta es una de las calles más animadas de la ciudad, donde se hallan los establecimientos más atrayentes, en toda su extensión, hasta fuera de las murallas de la ciudad, de la que se sale por la Puerta de Monserrate; el otro extremo de la calle está en el muelle de Caballería, en la bahía.
Observad la escena de vida, mirando a lo largo de la calle. Este bello y grande edificio de la parte izquierda, que ocupa toda la cuadra, casi grandioso en su arquitectura, es el palacio del Capitán General, y el espacio abierto que aparece después es la “Plaza de Armas”; el edificio grande y blanco que veis al extremo de la calle, es el que fue palacio del Conde de Santovenia, una de esas combinaciones de elegante mansión privada y de sucio almacén, peculiar de la Habana, en las que veis que toda la parte baja, tras la noble arcada, está dedicada al comercio — alquilada quizás a media docena de inquilinos— y la alta usada primeramente como palacial residencia por el aristócrata conde, rivalizando su interior en elegancia con cualquiera otra de las residencias particulares de la Habana y hoy utilizada como hotel.
Montemos una “Victoria” y crucemos la calle O’Reilly, parecida a las otras, y que igualmente se extiende desde el Palacio del Gobernador hasta más allá de las murallas. En la esquina de Mercaderes se halla el conocido café “La Dominica”, que en días pasados fué el lugar elegante al que acudían damas y caballeros a tomar refrescos y helados, pero que ya ahora no está de moda, aun cuando todavía se ve favorecido durante el día por los comerciantes y los que desean comprar allí los dulces, que tienen fama de ser los mejor elaborados de la Isla, y que en forma de bombones, frutas cristalizadas, confites y dulces de otras clases, las envían a todas partes del mundo, teniendo particularmente en Europa una gran reputación.
El café es simplemente un gran salón con losas de mármol, una bonita fuente en su centro y lleno de pequeñas mesas, sentado a las cuales podéis tomar vuestro “refresco” a plaisir.
Una cosa chocará curiosamente al extranjero en esta vieja ciudad de la Habana, y es que parece no hay en ella un lugar especialmente dedicado a las residencias de la “buena sociedad”; pues al lado mismo de una casa particular, de elegante y limpia apariencia, se ve un sucio establecimiento usado como almacén. Os sucede también que veis un limpio salón, a un lado del cual se halla un hermoso quitrín y aun otro carruaje, y os hacéis la idea de que es un establo de lujo; pero volvéis los ojos al otro lado y observáis grandes habitaciones, elegantemente amuebladas, en las que no es raro estén sentados los miembros de la familia que ocupa la casa.
Cuando mi primera visita a la Habana, me hallaba en constante confusión al mirar las residencias particulares. No existe, por lo menos en la parte antigua, ningún “west end” (1). Las personas de la mejor sociedad viven aquí, allí, en todas partes, unas en los altos, otras en los bajos, algunas en almacenes o sobre almacenes y establecimientos.
Me acuerdo bien cuando, al ir a hacer una visita para presentar personalmente una carta, creí me había engañado con respecto a la dirección al encontrarme en una especie de bodega, con barriles, toneles, etc., cubriendo buena parte de la entrada. Salí de mi duda, sin embargo, al ver un negro vistiendo una brillante librea poniendo los arneses en el patio a dos soberbios caballos. Revistiéndome de valor, me dirigí al individuo que en una esquina del salón fronterizo hacía diligentemente cigarrillos, y que resultó ser el portero de la casa.
Me indicó subiera por una sólida escalera de piedra adosada a un lado del patio, arriba de la cual, y pasando por pintados vestíbulos, me encontré en una especie de hermosa galería que rodeaba el patio, teniendo al fin oportunidad de presentar mi carta de la manera más agradable. Desde luego, ¡cosas de Cuba! No puede uno menos que pensar que en esta extraña vieja ciudad originariamente sus habitantes debían vivir en perennes querellas unos con otros, o que se veían en el caso de tener que resistir los ataques de algún señor feudal ansioso de botín; porque cada casa tiene casi la apariencia de una fortaleza, sus puertas pueden resistir un ariete, y las ventanas, aun las situadas en el techo, están enrejadas como las de una cárcel, cual si los ocupantes esperaran ser llamados de un momento a otro a resistir una invasión.
Dirijamos nuestros pasos fuera de las murallas, hacia el Paseo de Isabel, que se extiende extramuros en una ancha y hermosa vía, siendo conocido por el “Prado” en la parte que se dirige desde el Teatro de Tacón hasta el océano.
Este Paseo es, en algunos aspectos, el mejor de la ciudad, por su anchura, su buena construcción, dotado de aceras, arroyos para los carruajes y largas hileras de árboles. En él se hallan los principales lugares de recreo. Cuando las murallas todavía existían, era el más cercano a todas las puertas de la ciudad, y hoy es la vía principal que separa la población nueva de la vieja.
En 1857 había cinco hileras de sombreantes árboles a lo largo del Paseo, pero fueron desapareciendo, en parte por los huracanes y en parte por orden de las autoridades, siendo reemplazados por otros que todavía no han podido desarrollarse.
Con nuevas mejoras se le ha embellecido últimamente en varios lugares. A intervalos se le ha dotado de fuentes, algunas de bello aspecto.
Existen otros paseos al lado de la bahía, por los que es grato vagar y aspirar la fresca brisa marina por la mañana y al atardecer.
Más allá del Paseo de Isabel está la bella calzada de Galiano, una vía bien pavimentada, con edificios de sólida construcción y excelente apariencia, la mayor parte dotados de soportales con columnas.
Dejando esta calle, cruzando en nuestro camino el Paseo de Tacón, pasamos a la bulliciosa Calzada del Monte, una de las calles más singulares y animadas de la ciudad nueva, extendiéndose desde las puertas de la ciudad vieja pasando por el “Campo Militar”, hasta más allá de Puente de Chávez, donde finalmente nos conduce al pequeño poblado de Jesús del Monte, uno de los suburbios de la Habana. En la ciudad, está la calzada llena de establecimientos, con algunos edificios muy buenos, otros pequeños, y a medida que se va remontando, se van viendo lindos retiros rústicos o residencias veraniegas.
Hay también la Calzada del Cerro, una de las más bellas vías de la ciudad; la calle de Belascoaín, que se extiende hasta el mar, y en la cual está situada la Plaza de Toros; y el por todos conceptos bello paseo conocido con los diferentes nombres de Tacón, Reina y Príncipe.
El viajero empleará de dos a tres días para acostumbrarse a las direcciones y peculiaridades de las distintas calles de una ciudad como la Habana, donde todo es completamente diferente de lo que él está acostumbrado. Hora tras hora durante la mañana vagará por ellas, hallando a cada paso cosas nuevas, pero encontrando de rareza una mujer a pie—a no ser negras;—se fijará en las ventanas enrejadas, que darían a las casas apariencias de cárcel, a no ser por los claros colores de que están pintadas, y tras las cuales podrá ocasionalmente ver alguna señora de ojos brillantes, en una toilette no de las más cuidadosas. Luego atraerán su atención las volantas con sus curiosas formas, conductores, libreas, arneses, etc., el peripatético vendedor con sus extraños gritos y la general apariencia de feria de algunas de las calles.
(1) Barrio aristocrático de Londres, al oeste de Charing Cross.