Un día en La Habana de mediados del siglo XIX

En: Lo que fuimos y lo que somos o La Habana antigua y moderna

No bien resuena el estampido del bronce poco antes de despuntar el día, cuando entran por las puertas de la ciudad los alegres campesinos, que con sus ayes lastimeros vienen de las inmediaciones, a abastecer los mercados con todo lo que un fertilísimo suelo ayudado del arte, produce para sustento y regalo del hombre. Otros, circulando por las calles de intra y extramuros, permanecen durante la mañana, ocupados en la venta por menor de sus provisiones.

A estas alborotadas horas, los buques despachados levan sus anclas para trasportar nuestros preciosos frutos a países lejanos; los vapores de Regla comienzan su incesante crucero de una banda a otra de la bahía, así como las guaguas (ómnibus), lo verifican desde Marianao a la plaza de Armas; los vaqueros y lecheros invaden las plazas; los ligeros repartidores de periódicos serpentean por las calles introduciendo los periódicos por entre las rendijas de las cerraduras, puertas y ventanas; las iglesias van llenándose de ancianas, beatas y madrugadoras, que corren a la primera misa de la mañana; los encargados de la limpieza de la ciudad comienzan la higiénica tarea de despejar las calles de cajones y barriles de pestilente basura; los cocineros salen con sus canastas a proveerse en los mercados, que progresivamente van llenándose de toda clase de gentes ocupadas en la venta por menudeo; las bodegas se abren para dar entrada a la multitud de jornaleros y obreros que concurren a ellas, bien a tomar la mañana, bien a desayunarse con una taza de café, para marchar en seguida a sus respectivos trabajos.

Todo va siempre en movimiento. Los mercados, los paseos, el muelle y el depósito del ferrocarril y paraderos de diligencias o berlinas, van cubriéndose progresivamente de gentes que concurren ora a pasear la mañana, ora a embarcarse o despedirse de los amigos que se ausentan de la ciudad. Las náyades vestidas a la negligé y tiradas por muelles carruajes, corren a su elemento del Recreo, las Delicias o la Elegancia, y los ensayos de las cornetas y los tambores, el tiroteo de las tropas en instrucción en los recintos, las parejas y trios que van y vienen del campo, las volantas y quitrines de alquiler, y las filas de carretones que comienzan sus estrepitosas tareas, van preparando el ruido, que luego sigue en aumento.

Oyénse las siete, y los retumbantes tambores y cornetas de las guardias que se relevan, se  hacen oir en todos los ámbitos de la capital. Las campanadas de las locomotoras del ferrocarril anuncia al pasajero la salida del tren para Guanajay, habiéndolo verificado una hora antes el de Güines o Batabanó; los niños se encaminan a sus escuelas y el empleado se levanta, y apoltronando su humanidad en un muelle sillón, toma su taza de café, fuma un fuerte tabaco y se ocupa en seguida de leer los periódicos hasta que almuerza y sale a su destino. Hora es ésta también en que los isleños (buhoneros), comienzan a lucir sus elevados pulmones para anunciar sus aretes, sortijas, tijeras finas, etc.; en que los fruteros empiezan a formar sus pilas y mesas, en que los mercaderes faltos de quehaceres politequean desde las puertas de sus establecimientos con los periódicos en las manos y en que las nuevas clases de agentes y negociantes de acciones forman enjambre en el dilatado tinglado del muelle, anunciando nuevas acciones y primas.

Suenan las nueve, y a esta hora varía el cuadro de aspecto. Los vaqueros tornan sus numerosas vacas a sus pastos, ya por la calle de la Reina, ya por la calzada del Monte, como para acabar de obstruir el paso, interrumpido incesantemente por multitud de carruajes y caballos que van y vienen por ellas, a estas horas; hordas de estudiantes salen de las clases universitarias, e invadiendo las calles se hacen ceder el paso por temor de sus juveniles travesuras.

Las bellas dejan a estas horas a Morfeo, para sentarse a la mesa, dispuesta ya para el almuerzo; a excepción de alguna que otra madrugadora, que hace su estudio de canto y piano o bien toman algún periódico, para dejarlo caer de las manos, si no contiene alguna novela, poesía o artículo favorable a su sexo; es asimismo la hora en que los enjaezados carruajes de los funcionarios públicos corren, encontrándose sus plateadas bocinas por las calles de O’Reilly, Obispo, Muralla y Mercaderes (centros de agitación y ruido general), para llegar a sus destinos, y en que los tribunales y estudios de los letrados quedan abiertos a los litigantes.

A las diez llega la confusión a su crisis: el aturdidor sonido del martillo en el taller del artesano, el del canto penetrante de los africanos ocupados en entongar, pesar, cargar y descargar los carretones de cajas de azúcar o café; el de los monótonos temas del ambulante organista; el de la multitud de pianos que tocados por principiantes en cada manzana, atormentan a los no dilletanti; el agudo pregonar de las fruteras y vendedores de ropa que pululan por las calles; el contínuo transitar de más de cuatro mil carruajes y de hombres de todas edades que circulan en distintas direcciones, forman un cuadro difícil de pintar. Los litigantes, procuradores, oficiales de causas con sus expedientes debajo del brazo, se dirigen a los tribunales o escribanías para dar a las causas el curso que las leyes recomiendan; las bellas habaneras luciendo sus celebrados breves pies en las conchas de elegantes quitrines, ocupan las puertas de los establecimientos de prendería, modistas y tiendas de ropa (perfectamente surtidas de cuanto a su capricho o vanidad pueda antojarse) ya para proveerse de los enseres propios de sus distintas labores, ya para explorar las novedades, poniendo en ejercicio la afectada amabilidad y paciencia de los dependientes. La bahía, las cercanías de la Aduana, el muelle, ¡qué Babilonia! Túrbase la vista al contemplar el contínuo y rápido movimiento de millares de buques de todos tamaños y naciones, que figurando espesos bosques con sus empinadas arboladuras, surcan las aguas de la bahía en todas direcciones, cruzándose unos a otros, girando sobre sí mismos y describiendo toda clase de figuras geométricas, ya para atracar a los muelles y sufrir carenas, ya en fin para cargar o descargar.

Velas hasta tres mil y más toneladas procedentes de todos países y cargadas de preciosas mercancías, que desde muy temprano aparecían en la boca del puerto, aprovechan esta hora en que se monta un poco la aligera brisa para introducirse en el puerto con regocijo de sus consignatarios, que ansiosamente aguardan el arribo de estos bajeles. Entre tanto, mil goletas, botes y lanchas destinadas exclusivamente a la navegación de cabotaje y conducción de frutos y embarque de pasajeros, culebrean por entre los demás buques, avanzan, giran, se ensartan, viran e introducen por espacios al parecer inadecuados para su admisión.

Tres sonoros toques en la campana mayor de la Catedral, anuncian la hora del deseado descanso a los jornaleros y demás trabajadores, y a los portadores de reloj su arreglo. La proximidad al palacio del Gobierno, Intendencia, Universidad, Almoneda y aun a la Aduana, centros de grandes negocios, hacen que las espléndidas confiterías y neverías de la Dominica y la Marina, el magnifico café y nevería de Arrlllaga y los establecimientos de soda de la Columnata y la Imperial, sean invadidos por enjambre de sedientos y golosos, que a estas calorosas horas, procuran refrigerarse con agradables granizadas, agraces o riquísimos pastelitos. Los activos agentes de bolsa cubren las cercanías de Santo Domingo, pregonando las primas y las nuevas Empresas.

La una. Hora solicita (en los días de fiestas), del elegante y fino para cumplir con las visitas de etiqueta, y de la encantadora beldad para recibir la de su apasionado, a quien los minutos antes han parecido años. Las frutas y refrescos hacen dar treguas a los quehaceres en horas tan fatigosas.

Las dos. Vuelven ya los obreros a sus trabajos, en tanto van desocupándose las oficinas, cerrándose los bufetes y retirándose éste a los baños, aquel al hotel del Aguila de Oro, y estotro al seno de su familia. Mil volantes simonas paradas en el depósito del ferrocarril anuncian la próxima llegada de los trenes de pasajeros.

Las tres. Las opíparas mesas empiezan a ser honradas, y hasta las 5 permanece la población con alguna menos agitación; mas desde esta hora vuelve progresivamente a reanimarse aunque de un modo diferente. Los placeres sustituyen generalmente a los trabajos, y quien desde bien temprano sale a respirar un ambiente más puro, ya en los campestres barrios del Cerro y Jesús del Monte, ya en las poéticas Puentes Grandes, Guanabacoa y Marianao, Chorrera, o bien en el Paseo Militar o jardín de Peñalver; quien antiguo parroquiano del mentidero ocurre devoto a su feligresía: éste puro clásico se encamina a ver los adelantos de las obras públicas, la fábrica del gas, la estación del telégrafo eléctrico, el hospital militar, el salón de O’Donell (antes Alameda de Paula), o el Roncali, el despejado muelle, o bien las empinadas fortalezas de la Cabaña, del Príncipe o del Morro, donde en espléndido panorama se ofrece a la vista una dilatada ciudad rodeada de argentadas aguas y pintorescos collados, lujosamente alfombrados por una rica y lozana vejetación, esmaltada por los colorantes rayos del moribundo Febo. El enjambre de agentes de bolsa, que de mañana se asentaba en el muelle y al medio día hervía en la plazuela de Santo Domingo, establece sus reales en Escauriza y Tacón, hasta hora bien tarde de la noche.

Mil elegantes carruajes de todas clases conduciendo las deidades habaneras, ocupan en  forma de cordón el dilatado paseo de Tacón y después el Isabel II, donde les espera una fila de gallardos jóvenes, sólo para el desconsuelo de verlas pasar fugitivas, cuatro o seis veces, mientras que por uno de los extremos del último paseo se vé atravesar un fúnebre carro conduciendo a la última morada al que ha dejado de existir. ¡Tal es el drama de la vida!

Tocan las oraciones y cada cual toma distinta dirección; ésta por estar ya vestida de punto en blanco, se dispone a pagar una visita de cumplimiento, o a visitar a alguna que ha dado a luz un niño (más claro, a criticar el canastillero), o bien a ejercitar su lengua de paloma en algún velorio o visita de novia; aquella, atraída por un meliflo tema de la Lucía, se encamina hacia la retreta. Este, movido por túmidos anuncios, se dirige a alguna función teatral con que suelen distraernos los saltimbanquis; aquél, invitado, concurre a una tertulia en que una amable beldad hace el encanto con su brillante voz o prodigiosa ejecución de irresistibles danzas cubanas en el piano; estotro, más positivista, se dirige a oir instructivas lecciones en el Liceo Artístico y Literario. Los espléndidos establecimientos de las calles de la Muralla, Obispo y O’Reilly, así como el hermoso mercado de Tacón, brillantemente alumbrado por gaseosa y nítida luz, se cubren de compradores y curiosos que se extasian admirando las preciosidades que encierran.

Oyense las nueve, y concluidos los melodiosos sones de la retreta, vuelven los sedientos y golosos a inundar la espaciosa Lonja o sea café de Arrillaga, para gustar sus afamados helados y chocolate; la Dominica y la Marina, para gozar de sus bien confeccionados dulces, la Imperial y la Columnata, para absorver sus gaseosas aguas de soda o para refrigerarse con exquisita orchata o nutrirse con un hermoso vaso de leche helada. Los habitantes de extramuros para satisfacer las mismas exigencias, se dirigen al hermoso y elegante café de Escauriza (rendez-vouz desde por la tarde que se llena de ociosos), o a las confiterías y neverías de Tacón y de las Delicias.

A las diez se ven cruzar por las calzadas del Cerro, de Jesús del Monte y de Marianao, las guaguas de los enamorados; hace el amante su saludo a su encanto y la numerosa población se recoge, oyéndose solo desde media hora después, la voz del vigilante sereno y centinelas de las fortalezas. Solo se vé abierta alguna que otra casa, que espera la familia asistente a alguna diversión. El crujiente carruaje hace temblar las solitarias calles y anuncia la llegada. Mientras los jóvenes reunidos se preparan para entregarse a Morfeo; ¡pobre vestido de las Damas! Mientras las damas se ocupan de la misma operación ¡pobre vestido de las otras damas y de los hombres!

Esta entrada fue publicada en Conociendo La Habana y clasificada en . Guarda el enlace permanente. Tanto los comentarios como los trackbacks están cerrados.
  • Horario de servicios

    Lunes a viernes
    de 9:15a.m. a 4:00p.m.
    Sábados
    de 9:15a.m. a 2:00p.m.
    El horario cambia de acuerdo al reajuste energético