Por: Samuel Hazard
En: Cuba a pluma y lápiz
Es siempre un asunto de interés para el viajero, en cualquier país, conocer de dónde y cómo obtiene el pueblo los alimentos, y el mejor modo de saberlo es visitando los mercados públicos, donde no sólo se ven los productos materiales, sino que a la vez se aprende a conocer los hábitos y costumbres de cierta clase del pueblo.
Por otra parte, como se dice que en estos climas cálidos lo mejor es comer fruta antes del almuerzo, daremos un paseo hasta los mercados y a la vez que observamos, adquiriremos algunas frutas del país.
Uno de los lugares más importantes de la ciudad es el Mercado de Cristina, en la Plaza Vieja, situado en la esquina de Teniente Rey y San Ignacio. En el centro de un espacio cuadrado, cuyos lados forman hileras de tiendas de todas clases, con arcadas en su frente, tiene lugar un activo comercio de vegetales, frutas y carnes, para el consumo de la ciudad. Aparentemente es un gran edificio de piedra; pero, en realidad, no pasa de ser un simple cuadrángulo sin techo, que ocupa toda una cuadra, habiendo sido erigido en 1836, durante el gobierno de Tacón, el gobernador modelo de la Isla.
Bajo las arcadas están las tiendas de todas clases, pero principalmente dedicadas a la venta de cuantas “baratijas” pueden interesar a los campesinos o a los negros, en tanto que el patio está lleno de pilas de ajos, coles y boniatos, que son las principales producciones vegetales de la Isla; hay, además, pequeñas pilas de naranjas, mangos, piñas y otras frutas tropicales, para nosotros nuevas en nombre y apariencia; racimos de plátanos de varios colores, y pirámides de cocos verdes por doquier.
Los vendedores son negros con los más variados vestidos, o atezados cubanos de campo. Estos traen de los contornos de la ciudad los productos que cultivan en pequeñas estancias. Aquí y allí pueden verse también los pacientes burros, con su carga de verde forraje, dando un cómico aspecto a la escena. La Habana posee cuatro de estos mercados: el que hemos descrito y el conocido por “Del Cristo” intramuros; el de la Plaza del Vapor o Tacón, y el de Colón, extramuros. Los más dignos de verse son el de Cristina y el de Tacón.
Los plátanos, de los que vemos expuestos tan gran cantidad, son la fruta de la que las clases bajas dependen para su alimentación, preparándose de muy diversas maneras. Junto con el tasajo, constituyen la dieta de los pobres. No se ve ni rastro de los deliciosos vegetales que con tanta abundancia se producen en nuestra temporada de verano. Tampoco se producen aquí fresas, moras, etc., debido, según me han asegurado, al calor intenso que las quema. Estos mercados ofrecen un aspecto muy distinto del de los nuestros, tan atractivos con su profusión de productos colocados en limpias tarimas y presididos por pulcros vendedores.
Aquí es muy diferente. Una gran parte de los placeros son negros, en su mayoría libres y en extremo parlanchines, particularmente las mujeres, que entre ellas riñen, ríen y se burlan unas de otras de la manera más ensordecedora.
Es en extremo divertido parar ante las pequeñas mesas, o más naturalmente frente los productos apilados en el suelo, y comprar algunas de las extrañas frutas, cuyo nombre oís por primera vez de labios de los negros, y que si las probáis no dejaréis de encontrar casi agradables.
Desde luego las más refrescantes y gratas al paladar son los plátanos y las naranjas, comidas por la mañana antes del almuerzo; pero hay otras que son muy sabrosas cuando se comen perfectamente maduras y en su época, que los placeros gentilmente os ofrecerán, tan pronto vean que sois extranjero, particularmente “americano”.
Las mejores de esas frutas, después de las deliciosas piñas, naranjas y plátanos, son el anón, el zapote y el mamey colorado, estos últimos llamados a veces “dulce de ángel”. Cualquiera de ellos, estando en sazón, serán gratos al paladar del extranjero, si es amigo de frutas ricas y delicadas. Algunos las encuentran demasiado dulces.
Habiendo oído ponderar mucho el agua del coco cuando se bebe fresca directamente del fruto, aproveché la oportunidad de tener una nueva experiencia de una cosa de Cuba; y comprando un coco grande, por el que pagué un medio, el negro vendedor con un gran cuchillo le abrió un agujero en el extremo, por el cual debía apurar el líquido.
Tomando el coco con ambas manos lo levanté hasta mi boca, cual si fuera un jarro de agua, y vacié el contenido, o creí vaciarlo, en mi gaznate. Ciertamente el agua de coco es dulce, fría y agradable al paladar; pero la manera de beberla me resultó difícil e inconveniente, pues pronto me di cuenta que buena parte del contenido había ido a parar sobre mi camisa.
Es mucho mejor llevarse el coco verde al hotel y allí, derramando el agua en un vaso grande, beberla con la adición de hielo y un poco de brandy, lo que constituye una bebida deliciosa, dulce y saludable, de reconocidos efectos diuréticos.