Un libro interesante sobre La Habana

Por: Jorge J. Crespo de la Serna
En: Social (mayo 1921)

Me llamó poderosamente la atención ver, entre magazines y revistas, puesto sobre la mesa de un amigo, un libro, de pasta amarillo-rojiza, salpicada de motas de oro vivo, y en cuya parte superior se destacaba, con hermosa letra española, sobre fondo blanco, el titulo, sugestivo, evocador, de: San Cristóbal de la Habana.

Convidaba a leerlo su encantadora presentación, y, aún más, el notar que, debajo del título que he mencionado, decía esto: “by Joseph Hergesheimer“. ¡Un libro, con ese título, escrito por un yankee! ¿Por qué no pondría: “Picturesque Havana” o “Havana’s Charm“, o, “The West Indies Queen“, en fin, lo que se usa para rotular unas impresiones de viaje, escritas a la carrera, y, viendo y apreciándolo todo desde la atalaya de veinte siglos de mala inteligencia entre los anglosajones y los indohispanos? El escoger para su obra sobre la Habana un título en español, y el ponerle a la ciudad el nombre tradicional, me reveló, en el acto, a un hombre amigo de lo nuestro, con un espíritu tranquilo, sereno, suave, y un temperamento de refinado artista. No me equivoqué.

Mi amigo no satisfizo mi curiosidad entonces. Fué cruel; pero se lo perdono, porque dedicaba aquel ejemplar a una “girl” de… allá, y, lejos de mostrarme rencoroso, me halagó que él, que era un español de la Península, hiciera conocer “nuestra Habana“, a través de las páginas de un libro de tan simpático ropage.

Quédeme con deseos grandes de leer “San Cristóbal de la Habana” y, tras larga espera de unos días, otro español de la Península, noble amigo, compró el libro y, me lo prestó, encargándome se lo cuidara pues lo dedicaba para regalo de una dama de su amistad. Lo leí con fruición. Y, no teniéndolo ya, en mi poder, tan sólo me resta ofrecer a los lectores de Social unos párrafos, de uno de los capítulos de la obra, llenos de poesía y de profunda comprensión de nuestras costumbres y tradiciones.

Se publican en inglés, porque sólo así se puede apreciar la belleza de la prosa en que está escrito el libro, y, porque esta revista tiene ya muchos lectores de habla inglesa, que sabrán gustar de su refinamiento. Mr. Joseph Hergesheimer, el autor, no es un desconocido. Es un escritor de abolengo en las letras norteamericanas. Ha dado a luz varias novelas, que son otros tantos aciertos, y que la crítica saludó como verdaderas obras de arte; entre las cuales se pueden citar Linda Condon, Java Head, y Cuentos Cortos. Desde joven sintió inclinación por las cosas bellas, y creyó que la pintura era el medio con que su temperamento de artista, se iba a manifestar. Más no fué así, y él melancólicamente lo reconoce en unas cuantas páginas de este libro, sentidas e íntimas. Comenzó, luego, a buscar su medio de expresión en las letras, y lo ha logrado, plenamente. Sus obras y sus conferencias son muy conocidas y admiradas, en E. Unidos, y en Inglaterra y Canadá.

En este libro nos da la impresión de una Habana, ingenua y encantadora, con una personalidad marcadísima, de ciudad andaluza trasplantada al trópico, y, exaltada por una luz rosada, de tonalidades de oro, que hace aparecer los edificios y las cosas, opalinos. Su alma, (de la ciudad) es un alma, apasionada y tierna, sensual y primitiva, que pugna por asimilarse, erróneamente, las modalidades más escandalosas y más repulsivas de la civilización proyecta y pervertida, de viejas naciones, sin lograrlo, gracias a su bondad, a su alegría sana y tradicional, y a la sombra bienhechora de las palmeras y la frescura de sus mármoles.

Le impresionan más las viejas callejas del Ángel y el Paseo de Paula, que el gran “faubourg” del Vedado y, gusta de paseos solitarios por las ruas más desconocidas, menos ruidosas, en un perenne afán de romántica aventura.

No es el turista que, en una insaciable sed de novedades, cae en la vulgaridad de quedar satisfecho con los espectáculos ruidosos, que no tienen, absolutamente nada que ver con el alma genuina de Cuba. En todas partes del mundo existen las carreras de caballos, y, por otra parte el juego vasco, no es del patio: es importado. Mr. Joseph Hergesheimer, prefiere pasar una tarde, soñando y pensando en el pasado glorioso y pintoresco de la Habana colonial y revolucionaria, sorbiendo inteligentemente un Daiquirí, muellemente sentado en los sillones de mimbre del patio del hotel Inglaterra.

Es el artista, que, —sintiendo más que ninguno, y, viendo más que ninguno,— hace un esfuerzo amable por unirse al espíritu de la ciudad, sumarse a ella, durante la breve estancia en su seno. Sin prejuicios de raza, sin ideas preconcebidas y falsas; tolerante para los defectos; amistoso para lo deficiente; generosa y entusiastamente, se entrega a la ciudad rosada y sensual, como pudiera entregarle a una amante largamente deseada.

El perfume de la Habana le embriaga, y la voz clara, sonora alegre, de tus calles y de sus plazas, lo envuelve y lo turba.

Interpreta las costumbres, con singular acierto y simpatía, añora las cosas que se fueron, lamenta la paulatina entrada de los hábitos de otras naciones, pondera la franqueza, la cortesanía y la suavidad del trato y entona un himno de gloriosos ditirambos a la belleza melancólica, velada, sugestiva, de la mujer cubana.

Estoy seguro de que muchos cubanos abominan de su ciudad y no saben encontrar bellezas en sus rincones y en sus plazas, ni originalidad y color, en las múltiples y típicas manifestaciones de su vida. Fenómeno es este muy frecuente. Crecemos sin que te nos llame la atención y nos enseñen las cosas, bellas en sí, o, embellecidas por el toque de la imaginación de la historia. Nos acostumbramos a contemplarlas sin reflexión, sin darnos cuenta, como algo que, quizá nos atrajo, como cosa, como forma, como sonido, como color, sin que jamás desentrañásemos su sentido oculto. Y así, pasan los años, y, las cosas se van transformando, van pereciendo, van evolucionando, sin que nosotros lo notemos, hasta que desaparecen. ¡Qué asombro, al leer, más tarde, en un libro cualquiera, sobre algo que toda la vida estuvimos mirando, sintiendo, que palpitó a nuestro lado, que formó parte de nuestra existencia, quizá!

Los que tienen temperamento artístico, viven todo esto, lo conocen y, cuando un amable extranjero, como Hergesheimer, viene, en toda la madurez de su edad viril, y con un bagaje riquísimo de sentimentalismo y de refinamiento, a saturarte y a conocer todas estas cosas —bellas e imperecederas, porque tienen espíritu,— lo saludamos con cariño y con halago, y comprendemos, que comprendió bien.

Los cultos editores —A. Knoff y Cía, Borzoi Brooks New York dicen de este libro, tan original: “aunque San Cristóbal de la Habana haya sido escrito, sin duda alguna, sobre la ciudad de la Habana, sería en vano que se tratara de buscar en sus páginas traza alguna de detalles de gobierno o datos estadísticos o demográficos; ni siquiera históricos. Desde su comienzo, se aparta de toda idea sobre una información práctica y útil, a la manera con que el vulgo saluda y desea esta clase de libros. Un Daiquirí tiene, en él más importancia que los huesos de Cristóbal Colón; un cigarro, es quizá, el eje principal de la narración. Una mujercita encantadora asomada al balcón, las persistentes notas de un danzón, un patio enlozado, los mirtos y las palmas, son los brillantes hilos con los que está tejida la trama de una impresión única, sobre esa ciudad bella y amable, con sus mármoles blancos, y el fresco verdor de las palmas y de los flamboyants, coronados de grana, sobre un cielo azul, a orillas de un mar aún más azul, que te detiene mansamente a los pies del paseo del Malecón y del acantilado bravío e indómito.

Esta visión nos hace recordar las orillas de otro mar, también azul y también impregnado de un espíritu afín al de la Habana, el Mediterráneo, así como la blancura de las villas italianas o, de aquellas otras de los tiempos mitológicos de Grecia, es hermana del color predominante de sus casas y de sus palacios, aunque sobre esta blancura descienda un cendal transparente de rosa y de oro, de su incomparable cielo.

Los cubanos deben leer este libro, fuerte y lleno de sentimiento. Muchos se alegrarán de encontrarse en sus páginas viejos conocidos: antiguos amores, ya casi olvidados; momentos de emoción y de vida, que, siempre es grato recordar. Otros, aprenderán a conocer lo bueno y lo bello de la ciudad y del alma cubana, que un extranjero inteligente, artista y, entusiasta, ha sabido interpretar, tan maravillosamente. Además, servirá, también, para que se vaya borrando de nuestras mentes infantiles, ese viejo y manoseado prejuicio que tenemos almacenado allá, en lo interior, acerca del modo de ser, de la educación y del sentimiento, de los anglosajones. No todo es allí, en Norte-América prosa vil. No todos son logreros de Wall Street, polilicians de Tammany-Hall. ridículos cuákeros de Boston, desalmados promotores de negocios inmorales, imperialistas ambiciosos de nuevas tierras, pertinaces buscadores del vellocino de oro, ignorantes adoradores de la fuerza bruta, unilaterales amadores del deporte. No. Nos olvidamos, muy a menudo, de Lincoln, de James, de Whitman, de Poe, de Whistler…

Los yankees verán, en sus páginas, alegres y encantadoras, que esas caricaturas del Life, hechas por el hábil lápiz de Enright, son eso: caricaturas, es decir, exageraciones, en cuya elucubración juega importante papel una imaginación un poco extraviada. Verán que no todo es ron Bacardí, aunque este sea muy recomendable; que los ciudadanos de la raza de color no andan con taparrabo, porque la civilización hispana los vistió, hace rato; que los políticos insolentes y canallas, de “machetín y revolvón” son una minoría, casi aislada, dentro de la familia cubana; que el danzón, suave y cadencioso, melancólico y sentimental. no es la rumba frenética y demoniaca, que se baila, vergonzosamente en apartadas regiones, cada vez más repelida por los buenos cubanos; que hay sentimiento, que hay cortesanía, que hay respeto, y que la hospitalidad es franca y alegre y las mujeres, divinas, y los hombres caballerosos y pacíficos; que se lee; que hay revistas: que hay exposiciones de arte y que todos los refinamientos de la civilización no son extraños al espíritu del país sin detrimento de sus viejas canciones, tristes y originales, y su tradición netamente española y, sin embargo, muy suya.

Libros como éste son más poderosos, más eficaces que todos los tratados y convenios, porque acercan, de un modo más íntimo, a los pueblos. El arte no tiene patria; es universal. Y, sólo, procurando apreciar los hechos y las cosas a través de sus manifestaciones más delicadas, podremos, un día, llegar a la más perfecta compenetración espiritual, que es lo que la Humanidad necesita, para ir compacta, unida, llena de entusiasmo, sin desmayos, sin agnosticismos hacia el Fin.

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